Era 20 de mayo de 2024 en Huétor Tájar (Granada). Un hogar de dos plantas, persianas a medio bajar, dos niños dormidos y un silencio espeso que, de golpe, aprendió a gritar. Al amanecer, el pueblo se llenó de sirenas: un abuelo se había atrincherado tras herir de un disparo al padre de los pequeños; dentro, sus nietos ya no respiraban. La pesadilla empezaba a escribirse en tiempo real.
La historia llevaba meses incubándose en la sombra de otra tragedia. El 19 de marzo, el hombre había sufrido un accidente de tráfico en el que murieron su esposa y su hija. Le retiraron el carné de conducir, pero no el permiso de armas; el duelo y la culpa se instalaron en casa como un huésped que no piensa marcharse. Aquella doble pérdida, y las decisiones administrativas que siguieron, son el prólogo incómodo que nadie quiere releer.
La chispa, cuentan las crónicas, llegó temprano: una discusión por una mudanza inminente, por un hogar que ya no era hogar. El yerno trató de salir vivo de la escena y recibió un disparo en una pierna antes de lograr huir y pedir ayuda. En pocos minutos, la normalidad quedó clausurada: la vivienda, convertida en un perímetro de miedo; la calle, un cordón policial.
Dentro, los hechos corrieron sin testigos. Los dos menores fueron asesinados por su abuelo: uno murió de un disparo; el otro, víctima de una violencia que no dejó margen al rescate. Tenían diez y doce años, una rutina de colegio y verano a la vuelta de la esquina. Nadie en Huétor Tájar olvidará esas edades.
Las primeras conclusiones forenses dibujaron el espanto con frío quirúrgico: un niño presentaba una herida de bala en el costado/espalda; el otro mostraba signos compatibles con asfixia —con posibilidad de arma blanca en la agresión—. No hubo robo, no hubo extraños, no hubo azar: solo una voluntad que se quebró hacia la oscuridad.
Mientras los agentes negociaban, la casa se volvió un reloj sin horas. Cuando por fin irrumpieron, encontraron al hombre muerto: se había quitado la vida con su propia escopeta. El parte oficial cerró la escena; el pueblo, sin embargo, supo que aquello no terminaba ahí.
Entonces llegaron las preguntas que nadie quiere pronunciar muy alto. ¿Cómo es posible que, tras un siniestro mortal y con el conductor en shock, se retirase el carné pero no el permiso de armas? ¿Qué protocolos fallan cuando el dolor se sienta a la mesa y convive con un arma cargada en el cajón? Las actas y los comunicados son claros; el alivio, no.
Huétor Tájar decretó días de luto. En las aulas, psicólogos ayudaron a los compañeros de los niños; en la plaza, los vecinos aguardaron en silencio, velas en mano, a que el juez autorizara los entierros. Entre las coronas y los crespones negros, un pueblo entero aprendió a caminar más despacio.
Quedó la curva invisible donde el duelo se convierte en violencia, el eco de un “no supimos verlo” y la certeza de que la prevención no puede ser un papel que llega tarde. La casa fue desprecintada; las paredes, no. En cada ventana, otra vez la pregunta: ¿cómo se detiene a tiempo una tragedia que avanza sin hacer ruido?
Porque lo más aterrador no es solo que un abuelo mate a sus nietos y se apague después tras una puerta atrancada; lo insoportable es descubrir que la cadena de pequeños fallos —el trámite, el permiso, el silencio— puede ser la mecha que enciende una noche que ningún lugar merece recordar.
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