A las 16:20, Noema baja del coche y encuentra a su hijo pequeño llorando con el helado derretido en la mano. La pelota roja de Dulce queda inmóvil junto a los juegos. No hay señales de forcejeo, ni de caída accidental. Una mujer marca el 911 y la frase “una niña ha desaparecido del parque” parte en dos la tarde más común de Bridgeton.
En cuestión de minutos, patrullas, perros, drones y helicópteros toman el perímetro. Agentes peinan bosquecillos, arroyos y senderos; voluntarios levantan carteles en gasolineras y escuelas. La escena, abierta y concurrida, se convierte en laberinto: demasiada gente, muy poca memoria útil. El vacío empieza a tener horario.
Ese mismo día se activa la Alerta AMBER en Nueva Jersey y, con ella, el altavoz nacional. El FBI se suma desde el inicio y difunde una posible pista: una furgoneta roja con puertas deslizantes vista en la zona alrededor del momento crítico. Las imágenes de cámaras cercanas son borrosas, la matrícula indescifrable, el rostro del posible observador también.
Llegan decenas de “sospechosos” que no prosperan y un mar de pistas falsas. Se registran casas, explanadas, almacenes, pozos; se rastrean móviles, rutas y cámaras privadas. No hay ropa, ni zapatos, ni cabellos que hablar. El caso, sin escena de crimen clara, empieza a parecerse a un rapto medido al milímetro.
La madre se convierte en diana. Entre bulos y prejuicios, Noema sufre un linchamiento digital: dudas sobre sus minutos, sobre por qué estaba en el coche, sobre si “oculta algo”. La investigación oficial no la imputa; ella colabora, reitera su relato y repite ante cámaras con una mezcla de culpa y agotamiento: “Yo estaba allí. La vi jugar… y luego ya no estaba”.
El FBI ofrece hasta 75.000 dólares de recompensa por información certera, difunde retratos de progresión de edad y mantiene una línea de vida para el caso. Las vigilias se repiten cada 23 de septiembre en el mismo parque: velas, globos, la foto escolar de Dulce ampliada, y la promesa de su madre de no dejar apagar su nombre.
Cinco años después, la carpeta sigue abierta. No hay confirmación de vida ni de muerte, ni hallazgos forenses que cambien el rumbo. El expediente respira de reanalizar cámaras, cotejar llamadas y repasar viejos testigos con ojos nuevos. En los supermercados de Cumberland County, su cartel convive con cupones y anuncios de temporada.
Las teorías oscilan entre el rapto oportunista (un depredador que actuó en segundos), la captura planificada (alguien que conocía rutinas) y el improbable extravío con encubrimiento (para el que no hay indicios). Lo único sólido es el reloj: una ventana de minutos, un área abierta, una salida rápida en vehículo. El resto es niebla.
¿Cómo se traga un parque a una niña a plena luz del día sin dejar una hebra que seguir? ¿Cuántas verdades se pierden entre columpios, miradas distraídas y una cámara que no enfoca justo cuando debería? Hasta que la respuesta llegue, el nombre de Dulce María Alavez seguirá escrito en presente, reclamando memoria, paciencia… y una pista que por fin cierre el círculo.
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