Anna Vicente Frankowska tenía un año. Pelo oscuro, ojos marrones, apenas cincuenta centímetros cuando se difundió su ficha. Aquella jornada desapareció en el municipio valenciano y, desde entonces, su nombre quedó prendido en los listados de menores en paradero desconocido.
Fue una mañana que debía ser rutina y se volvió vacío. No hay un relato público uniforme sobre los últimos minutos, ni una secuencia oficial compartida por las autoridades; lo que sí existe es una fecha, un lugar y un expediente que nunca se cerró. La alerta se difundió con su imagen, edad y rasgos básicos —los únicos anclajes frente al silencio.
En los meses siguientes, su caso apareció entre las campañas de medios públicos y listados de desaparecidos: una niña de un año, desaparecida en Vilamarxant, Valencia. El recordatorio era sobrio, insistente: “colaboración ciudadana”. La visibilidad mediática ayudó a que su nombre no se borrara entre estadísticas.
Con el paso del tiempo, organizaciones y prensa local volvieron a sacar su cartel. Algunos resúmenes periodísticos subrayaron el contexto más habitual en desapariciones de menores: las sustracciones parentales como uno de los vectores de riesgo, junto a las fugas en tutela. Era una explicación general —no una atribución penal confirmada en su caso—, pero servía para enmarcar por qué tantos expedientes infantiles se enquistan.
La ficha de SOS Desaparecidos mantuvo los datos esenciales: nombre completo, fecha y municipio, referencia 21-04167, y la proyección de edad con el paso de los años. Cada reimpulso pedía lo mismo: si la has visto, llama; cualquier pequeño detalle puede abrir una puerta.
No hubo confirmación pública de trayectos, dispositivos geolocalizados o cámaras que fijaran un rumbo. El caso permanece en la categoría más desoladora: “menor desaparecido” sin cierre. En España, la mitad de los casos activos corresponden a menores; entender esa cifra ayuda a comprender por qué cada pista cuenta.
En paralelo, entidades locales y cuentas vecinales replicaron su foto con nuevas proyecciones (“hoy tendría 6/7 años”), un intento de vencer al tiempo: el rostro de un bebé cambia deprisa, y con él la posibilidad de reconocimiento. La estrategia: difundir periódicamente, ampliar círculos, no dejar que el algoritmo la olvide.
No hay resoluciones judiciales públicas, ni comunicados que den por hallada a Anna. Lo que sí hay es un hilo que no se corta: el de su nombre en listados oficiales y en carteles que siguen descargándose en PDF, listos para una impresora, para un escaparate, para un mostrador. Persistir también es una forma de búsqueda.
Este no es un relato con culpables ni cronograma definitivo; es el retrato de una ausencia, sostenido por tres datos verificables —quién, dónde, cuándo— y una petición abierta: cualquier información, por mínima que parezca, debe comunicarse a los canales oficiales. En casos infantiles, los minutos pesan el doble.
Tenía un año. No podía explicar su nombre, ni su dirección. Por eso hoy lo hacemos nosotros: Anna Vicente Frankowska, desaparecida en Vilamarxant (Valencia) el 28/10/2019. Si sabes algo, dilo.
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