Rabadán, aficionado a las artes marciales, los videojuegos y las armas blancas, actuó al amanecer dentro de la vivienda familiar. La secuencia, reconstruida por forenses y reporteros, mostró una agresión decidida y planificada, que dejó a la investigación pocas dudas sobre la autoría y la dinámica del crimen.
Tras los hechos, huyó con algo de dinero y puso rumbo a Alicante para seguir viaje a Barcelona. Dos días después, un vigilante lo detectó en la estación de Renfe de Alicante; la Policía lo identificó allí mismo y lo detuvo, cerrando una búsqueda que ya monopolizaba titulares en todo el país.
El proceso judicial tuvo un rasgo diferencial: fue uno de los primeros crímenes gravísimos juzgados bajo la nueva Ley del Menor. La resolución fijó seis años de internamiento en un centro y dos más de libertad vigilada, con progresión y control institucional posterior; años después se documentó su paso a un recurso en Cantabria y el cumplimiento del periodo de vigilancia.
Más allá de la sentencia, el caso se convirtió en fenómeno mediático y en espejo de miedos colectivos: ¿qué hace que un menor mate a su propia familia?, ¿qué falló en la detección temprana? Informativos y reportajes analizaron el entorno, la personalidad y los detonantes, con especial atención a la planificación y al simbolismo del arma.
Diecisiete años después, Rabadán reapareció ante las cámaras en el documental de DMAX “Yo fui un asesino: el crimen de la catana”, donde reconstruyó la noche de los hechos y habló de su vida tras cumplir la medida judicial, en un cara a cara con el psicólogo Javier Urra que reabrió el debate sobre arrepentimiento y reinserción.
Informaciones posteriores de prensa subrayaron su reintegración: casado, con una hija y trabajando de forma estable, alejado del foco público y con apoyo comunitario, como la asociación evangélica que él mismo citó como clave en su proceso personal. La fotografía de “vida normalizada” convive, no obstante, con el estigma social ligado al caso.
En paralelo, quedó flotando una controversia clínica: peritos y divulgadores discutieron si hubo algún componente neuropsicológico (se llegó a hablar de epilepsia del lóbulo temporal) o si el patrón encajaba mejor en rasgos psicopáticos. La televisión pública recogió esa dicotomía en un monográfico, recordando que el tribunal no apreció eximente médica.
El impacto jurídico fue inmediato: el crimen reactivó el debate sobre la proporcionalidad de la Ley del Menor frente a delitos extremos, la calidad de los itinerarios de tratamiento y la evaluación del riesgo antes de la puesta en libertad. Tres décadas después, el “caso katana” sigue citándose en facultades, juzgados y redacciones como estudio de caso.
Y queda, por encima de cualquier morbo, la estela humana: tres vidas truncadas y una sociedad que aún se pregunta qué señales no vio, si la intervención temprana habría cambiado el desenlace y hasta dónde puede llegar la reinserción cuando el origen del horror fue una habitación infantil. Porque lo más aterrador no siempre llega de fuera: a veces nace en casa, sin que nadie alcance a imaginarlo a tiempo.
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