Su familia denuncia la ausencia y comienza la espera que nunca imaginó que sería una vida entera. Los primeros días son de llamadas, recorridos y promesas. “Se habrá ido por su cuenta”, escuchan. Pero Roberto no retira dinero, no llama, no vuelve a pisar su casa. En Móra d’Ebre, donde todos se conocen, el silencio pesa más que el calor.
Diez días después, una pista: su coche aparece “en buen estado y bajo llave”, perfectamente estacionado, sin señales de forzamiento. La localización —en la vecina provincia de Valencia— abre más preguntas que respuestas: ¿por qué allí?, ¿quién lo dejó tan pulcramente? No hay escena, no hay rastro, no hay firma.
La primera gran oportunidad forense se esfuma en segundos: por “falta de experiencia”, a la familia le permiten abrir el vehículo antes de levantar huellas. La frase, hoy legendaria en el expediente, duele como una condena: la ventana crítica para fijar indicios se cerró con un simple giro de llave.
Desde entonces, la investigación navega a oscuras. Sin consumos bancarios ni llamadas, sin testigos sólidos, el caso entra en ese territorio maldito que combina rutina policial y desvelo familiar. Manuel Plou e Isabel López, los padres, convierten su vida en carretera: pegan carteles, atienden pistas, vuelven a los mismos arcenes esperando que el paisaje les devuelva a su hijo.
Los amigos reconstruyen la última tarde una y mil veces. Las versiones se desgastan como neumáticos: ¿quedó con alguien? ¿tomó la N-340 rumbo sur? Si hubo encuentro, no dejó migas. Si hubo acompañante, no dejó sombra. Solo queda el coche: cerrado, ordenado, mudo.
Con los años, Roberto pasa a la lista de “desapariciones limpias”: sin violencia visible, sin escenario primario ni secundario, sin contra-historia que apuntale el expediente. Los investigadores lo saben: cuando no hay cuerpo, no hay escena; cuando no hay escena, no hay relato; y sin relato, el tiempo se convierte en el peor enemigo.
La familia encarna la otra mitad del expediente: la que no prescribe. Entrevistas, vigilias, aniversarios. La Vanguardia recoge su cruzada en 2001, cuando ya han pasado más de dos años y el desconcierto crece: “solo queremos saber que nuestro hijo vive”, dicen, aprendiendo a convivir con un verbo que nunca quisieron conjugar: esperar.
Hoy, el nombre de Roberto Plou López sigue en las hemerotecas como una ecuación sin solución. La causa es, a efectos prácticos, un rompecabezas con las piezas esenciales perdidas en aquellos diez primeros días: vehículo, llaves, huellas que no fueron, kilómetros que no se documentaron, y un corredor de carretera que se tragó la historia.
Veintisiete años después, el caso continúa siendo una herida abierta de la España de las grandes vías: un joven, un coche impecable y un mapa que no devuelve. Porque hay desapariciones que se escriben con sangre… y otras, como la de Roberto, que se escriben con limpieza clínica. Y esa asepsia, a veces, es la forma más cruel del olvido.
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