Durante un lustro, Hofmann seduce a coleccionistas y a la propia Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días con “hallazgos” que reescriben el origen del mormonismo. La joya: la llamada “Carta de la Salamandra”, atribuida al testigo Martin Harris, que sustituía al ángel por una criatura blanca y mágica en el relato de Joseph Smith. El documento, adquirido y tratado con extremo sigilo, parecía legitimar una versión más folk del inicio de la fe. Y era falso, como decenas de piezas salidas de su taller: desde el supuesto “juramento del ciudadano” colonial Oath of a Freeman hasta cartas de líderes tempranos y la mítica “colección McLellin” que nunca existió.
Cuando el dinero, las dudas y las deudas empiezan a converger en 1985, Hofmann entra en modo supervivencia. El 15 de octubre de ese año, una bomba estalla y mata a Steven Christensen, un empresario mormón vinculado a sus operaciones; horas más tarde, otra bomba asesina a Kathy Sheets, esposa de un socio de Christensen. Salt Lake City amanece con miedo religioso y olor a pólvora. Al día siguiente, una tercera bomba explota en el propio coche de Hofmann: sobrevive malherido… y con él, el andamiaje de sus mentiras.
Los investigadores siguen el rastro no de pergaminos, sino de pólvora y de tinta. En los escombros aparecen marcas, temporizadores y vínculos con los paquetes mortales; en los papeles, patrones químicos de envejecimiento, tintas modernas “envejecidas”, firmas calcadas con maestría de cirujano. El círculo se cierra: el hombre que surtía de pasado a una comunidad entera fabricaba historia… y, cuando peligró su farsa, fabricó muerte.
La caída llega en 1987. Hofmann evita el juicio con un acuerdo: se declara culpable de dos homicidios en segundo grado y múltiples fraudes. Recibe cadena perpetua en Utah. En la audiencia, fiscales y peritos trazan el perfil de un falsificador prodigioso y un manipulador frío, capaz de explotar el deseo institucional de controlar —o suprimir— documentos incómodos. Detrás del artesano había un depredador: no de personas al principio, sí de certezas. Luego, de vidas.
El inventario de su taller negro todavía sobrecoge: la Salamander Letter que incendió debates doctrinales; el “Oath of a Freeman”, tan verosímil que prestigiosas casas lo consideraron la primera pieza impresa de América inglesa; la promesa del “archivo McLellin” como cebo para más dinero y tiempo; cartas, endosos y diarios perfectos… hasta que un microscopio, una cromatografía o un margen mal cortado revelaban la trampa. Décadas después, algunas piezas conservan valor… como objetos de crimen.
La historia de Hofmann es una anatomía de vulnerabilidades. Coleccionistas deseosos de hallazgos; una iglesia poderosa dispuesta a comprar silencios documentales; una ciudad acostumbrada a creer en milagros… y un hombre que entendió que la necesidad de creer es una puerta abierta. Su obra no fue solo caligrafía: fue sociología aplicada al fraude.
Las bombas de 1985 rompieron más que cuerpos: quebraron la confianza cultural en los papeles “demasiado perfectos” y obligaron a profesionalizar la autenticación histórica en Utah y más allá. Desde entonces, laboratorios y archivos exigen pruebas a nivel atómico, y los relatos extraordinarios pagan un peaje de verificación que antes se obviaba por reverencia o comodidad.
En los memoriales a Steve Christensen y Kathy Sheets, la ciudad recuerda que este no es un caso de “documentos viejos”: fue un doble asesinato para sostener una mentira. Los nombres de las víctimas importan más que cualquier carta. La tinta que los mató no estaba en un manuscrito: corría por la mente de un hombre que confundió el poder de editar el pasado con el derecho de borrar vidas.
Hoy, Mark Hofmann sigue preso. Las piezas de su teatro aparecen en documentales y subastas con la etiqueta correcta: falsificación. El mito del genio con pluma fina encubre algo más crudo: la certeza de que, cuando el prestigio y el dinero se mezclan con la necesidad de creer, un buen mentiroso puede dictar el guion… hasta que la química, la balística y la justicia lo sacan de escena.
No falsificó solo papeles. Falsificó fe, reputaciones y, al final, el destino de dos familias. Y nos dejó una lección incómoda: incluso las verdades sagradas deben pasar por el laboratorio.
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