Norma cubría policía, corrupción local y vida cotidiana en la Chontalpa. Fue reportera y corresponsal de Tabasco HOY y colaboró con otros medios de la región. Lo hizo con el método de quien conoce cada calle: libreta, fuentes y paciencia para escuchar lo que incomoda a los poderosos. Supo de amenazas. A veces firmaba, a veces no. Lo importante —decía— era que la historia saliera.
La versión oficial de aquella noche comparte un punto en todas las crónicas: dos agresores que se aproximan a su domicilio y disparan. Algunas notas hablan de un auto; otras, de una motocicleta. Coinciden en el lugar —la entrada de su casa— y en la mecánica: ataque directo, a corta distancia, y huida inmediata. La precisión que falta en el tipo de vehículo contrasta con la que sobra en la puntería. Así se mata un mensaje.
El caso se abrió con la línea de investigación que nadie quería pronunciar en voz alta pero todos intuían: su trabajo periodístico. Norma había publicado reportajes sobre policías y autoridades locales; conocía nombres, fechas y rutas. No era temeraria: era persistente. Esa persistencia ya le había costado advertencias, y aun así siguió. El expediente lo consigna; su hemeroteca, también.
Las horas posteriores al crimen fueron un manual de déjà vu: acordonamiento, levantamiento del cuerpo, promesas de una pesquisa “a fondo”. Después, el goteo: comunicados sin detenidos, pistas que no cuajan, expedientes que duermen. A día de hoy no se reportan capturas firmes ni sentencias por su asesinato. La impunidad, otra vez, funciona como coartada del futuro.
2019 fue un año negro para la prensa en México. Organismos internacionales y defensores registraron una ristra de ataques que colocó al país entre los más letales del mundo para periodistas, incluso sin estar en guerra. Allí, en esa estadística fría, aparece el nombre de Norma: una línea más en la contabilidad del miedo.
Lo más duro de contar de Norma no es su muerte, sino su vida editada por la amenaza: las firmas que se omiten, los temas que se postergan, las rutas que cambian cuando alguien te sigue dos calles. Ese desgaste no sale en la nota roja, pero vacía redacciones, obliga a callar fuentes y deja huecos en las crónicas que nadie puede llenar.
En Huimanguillo quedó una silla vacía y una libreta cerrada; en la comunidad, la certeza de que informar sobre lo público puede costar la vida. Las vigilias duraron lo que dura la indignación en los titulares; la ausencia, en cambio, permanece. Cada aniversario vuelve la pregunta que nadie responde: ¿qué más necesitaba saberse para que la buscaran en serio a ella… y a sus asesinos?
Contar la historia de Norma es hablar de un sistema que funciona cuando falla: amenazas que no se investigan, medidas de protección que llegan tarde, escenas del crimen que se convierten en rutina. Es, también, reconocer a quienes siguen escribiendo en pueblos donde la verdad se susurra. Allí, cada párrafo es una trinchera.
Norma Sarabia no murió por estar en el lugar equivocado. Murió en la puerta de su casa porque su trabajo tocó la puerta de quienes mandan sin rendir cuentas. Y aunque su voz fue silenciada, su nombre permanece como advertencia y memoria: el periodismo no es invencible, pero cuando lo apagan, la oscuridad nos alcanza a todos.
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