Las primeras horas fueron una carrera contra un reloj sin agujas: puntos de geolocalización, cámaras urbanas, llamadas que no conectaban. Voluntarios peinaron brechas al sur de la ciudad, arroyos, lotes baldíos. Morelia aprendió a caminar en silencio. El 25 de septiembre, en un paraje boscoso, la búsqueda se volvió hallazgo y la esperanza, luto.
Mientras la indignación crecía, las líneas de investigación aterrizaron en quien la vio por última vez: Diego Urik “N.”. El mapa de cámaras, las rutas del coche, los vacíos en su coartada y rastros biológicos recogidos en sitio cerraron un cerco técnico que dobló su narrativa. Intentó huir; lo detuvieron días después en Jalisco. La carpeta ya no hablaba de duda, sino de secuencia.
Peritos y agentes reconstruyeron las últimas horas: contacto previo por mensajería, abordaje del vehículo, traslado a un punto apartado, agresión y maniobras para ocultar el cuerpo. La cadena de custodia preservó videos, trazas, telemetría, y esa suma de piezas —la que no se ve en titulares— dio forma judicial a lo que las calles gritaban: feminicidio.
El caso de Jessica convirtió a Morelia en un clamor. Veladoras frente a Palacio, pañuelos morados, nombres pintados en el asfalto. Su hermano, Cristian, volvió cada audiencia un acto público; su madre recordó que no era un expediente, sino una maestra en camino. “Mi hija no murió: a mi hija la mataron”, dijo, y el eco no se apagó.
Ya en juicio, la defensa quiso abrir grietas: tiempos, ubicaciones, lectura de cámaras. La fiscalía respondió con lo que no se improvisa: dictámenes periciales, necropsia, análisis de telefonía, itinerarios superpuestos y ADN concordante. El tribunal escuchó la evidencia y el murmullo de una ciudad que esperaba un nombre y una pena.
En 2023 llegó la sentencia: culpable de feminicidio agravado, 50 años de prisión y reparación del daño. El tribunal subrayó la relación previa, la violencia ejercida y las conductas de ocultamiento. No era una historia de “celos” ni “arrebatos”; era dominio, traición y un intento de borrar huellas que la ciencia volvió a escribir.
Desde entonces, “caso Jessica González Villaseñor” es referencia en foros, aulas y medios: una investigación que mostró cómo se teje un rompecabezas probatorio y cómo la presión social puede sostenerlo hasta el final. También abrió conversaciones incómodas: prevención, protocolos de búsqueda, rutas seguras y el peso de nombrar las cosas por su nombre.
Quedó la dimensión que no cabe en sentencias: la habitación encendida, los cuadernos que ya no se usan, los audios que alguien sigue escuchando a escondidas. La justicia dio una respuesta; el duelo, no. Pero en esa grieta —entre ley y ausencia— la familia sembró memoria para otras.
Jessica tenía 21 años. Salió confiando, encontró traición y hoy su nombre es consigna. En Morelia, cada 25 de septiembre vuelven las velas, la foto con su sonrisa y la promesa repetida: que ninguna alumna tenga que aprender su historia como advertencia, y que ningún agresor vuelva a creer que el monte puede esconder lo que la ciudad decidió mirar.
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