El niño de la bicicleta azul: el caso infinito de Alberto Pérez Elvira

Era mediodía del 3 de julio de 1973 en San Bartolomé, Lanzarote. Alberto Pérez Elvira, 13 años, salió del colegio con su bicicleta azul para ir al restaurante de sus padres, como cada día. No había nada extraordinario en el cielo ni en la rutina del pueblo. Y, sin embargo, en algún punto del camino entre Güime y Playa Honda, el tiempo se quebró: Alberto no llegó nunca. Su bici apareció con la rueda pinchada, apoyada junto al camino. Él, no.

La primera búsqueda fue vecinal: familiares y conocidos rastrearon veredas, gavias y cunetas mientras se avisaba a la Guardia Civil. En los partes, apenas un puñado de certezas: hora de salida del colegio, itinerario habitual, bicicleta recuperada. Nada más. Cincuenta años después, esos pocos datos siguen siendo el armazón del caso de desaparición no resuelto más antiguo de España.

Aquel martes quedó fijado en la memoria de la isla. El camino de Güime hacia Playa Honda, que habría de ser un tránsito de minutos, se convirtió en un territorio fantasma: sin testigos fiables, sin señales de forcejeo concluyentes, sin un objeto que guiara la investigación más allá de la bici. En ausencia de tecnología —no había cámaras, ni geolocalización, ni protocolos especializados— la cronología se volvió una sombra. 


Con los años, la familia aprendió a hablar de Alberto en presente. Su hermana Belén creció sosteniendo una foto y una pregunta. Tocó puertas, pidió cotejos genéticos, recordó que el delito sin cuerpo no es un final, sino un limbo. En actos por personas desaparecidas repitió una frase que desarma: “sin noticias, sin noticias, sin noticias”, la letanía que acompaña a quienes esperan desde 1973. 

Los recuentos nacionales de desaparecidos lo citan como emblema de la espera interminable. Informes y crónicas insisten en lo mismo: niño de 13 años, bici azul, ruta escolar al negocio familiar, desaparición en el tramo Güime–Playa Honda, caso abierto medio siglo después. En la estadística, un número; en Lanzarote, una ausencia que se volvió parte del paisaje.

Cada aniversario, el eco vuelve: ¿cómo se borra un chico a plena tarde en una isla pequeña? Las hipótesis han pasado de lo accidental a lo criminal, de lo local a lo foráneo, sin anclas en pruebas materiales. La investigación histórica —limitada por la época— dejó huecos que hoy las familias piden subsanar con nuevas técnicas: revisiones de ADN, contrastes en bases de restos no identificados, cruces con archivos internacionales. 


La memoria de Alberto también ha empujado agendas públicas: estatutos de la persona desaparecida, mejoras de protocolos, coordinación entre cuerpos y registros. Cada paso normativo trae, para los suyos, una mezcla de alivio y reproche; alivio por el reconocimiento, reproche por el tiempo perdido. Porque no hay decreto que devuelva un camino ni que recomponga un trayecto de cinco minutos convertido en cinco décadas. 

Lanzarote aprendió a nombrarlo sin convertirse en mito. No fue un susurro de miedo para meter prisa a los niños; fue —y es— una promesa adulta de no abandonar la búsqueda. El restaurante de la familia ya no marca el final de la ruta de Alberto, pero sí el lugar donde empezó a repetirse su historia para que no se deshilache en la memoria colectiva.


Si algo enseña este caso es que la visibilidad no es un gesto simbólico: es metodología. Mantener su nombre en medios, volver a pedir cotejos genéticos, reexaminar hallazgos antiguos a la luz de técnicas actuales, cruzar registros de restos sin identificar… Todo suma cuando el punto de partida es una bicicleta azul abandonada y medio siglo de silencio. 

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