Era la madrugada del 25 de junio de 1986 cuando un camión cisterna con 20.000 litros de ácido sulfúrico fumante (óleum) descendía el Puerto de Somosierra, en la N-I. En la cabina viajaban Andrés Martínez, su esposa Carmen Gómez y su hijo, Juan Pedro Martínez Gómez, de 10 años. El camión perdió el control y se estrelló a la altura del km 95. Cuando llegaron los agentes, hallaron a los padres sin vida. Del niño, ninguna señal. Así nació uno de los enigmas más desconcertantes de Europa.
La primera explicación fue tan rápida como inquietante: ¿y si el ácido había disuelto el cuerpo? La hipótesis, sin embargo, se descartó: por tiempos y por el tipo de vertido, tendrían que haberse encontrado restos. Lo único que devolvía el camión eran ropas infantiles y una zapatilla de Juan Pedro, indicios de que iba allí… y de que se lo había tragado otra clase de oscuridad.
Horas antes del siniestro, la familia había parado a desayunar en el Mesón Aragón, “El Maño”, a la entrada de Cabanillas de la Sierra. El tacógrafo reveló luego que, en los últimos 13–16 kilómetros, el camión realizó 12 paradas brevísimas, la más larga de alrededor de 30 segundos; después, una aceleración anómala hasta superar los 110–120 km/h en plena bajada. Esa secuencia —frenazos, pausa mínima y carrera final— es el metrónomo del misterio.
La investigación técnica descartó fallos de frenos o averías. Lo que sí quedó fue una estela de preguntas: ¿por qué se detuvo tantas veces, durante segundos, en una madrugada sin atasco? ¿A quién esperaba o a quién esquivaba ese conductor que conocía la dureza del puerto? Las cifras del tacógrafo, lejos de cerrar, abrieron grietas.
Un año después, cuando se desguazó el vehículo, la Guardia Civil halló heroína oculta en una “caleta” del camión. La familia denunció que Andrés había recibido presiones para transportar droga al norte; la línea de trabajo viró entonces hacia el narcotráfico: ¿accidente con secuestro para garantizar un envío? La pista nunca se consolidó como “la oficial”, pero cambió para siempre el mapa del caso.
A pie de siniestro emergió otra escena que hoy parece guion de thriller: testigos hablaron de una furgoneta blanca —una Nissan Vanette— de la que bajaron un hombre y una mujer con batas blancas. Registraron la cabina, “sacaron un bulto” y desaparecieron. La policía rastreó más de 3.000 furgonetas que encajaban con la descripción. Ninguna condujo a Juan Pedro.
La versión alternativa sostiene que el niño fue raptado antes del choque, durante una de esas paradas relámpago —la famosa de ~30 segundos— y que el padre, al darse cuenta, se lanzó a una carrera desesperada puerto abajo. Explicaría el patrón de frenazos y la velocidad suicida; también que no quedara rastro del menor tras el impacto. Pero, como todo en Somosierra, nada llegó a probarse.
Interpol llegó a catalogarlo como una de las desapariciones más extrañas del continente. Decenas de líneas —del secuestro por bandas a ajustes de cuentas— se han investigado sin cierre. El caso, que sacudió informativos y foros durante décadas, hoy sigue en los manuales: accidente con dos cadáveres y un niño que nunca apareció.
Incluso hubo ecos tardíos: en 1987, un dueño de autoescuela en Madrid dijo haber visto a un niño “de acento sureño” que identificó como Juan Pedro, acompañado por una anciana extranjera que preguntaba por la Embajada de EE. UU. La pista no prosperó. Solo alimentó esa sensación de relato abierto en el que toda certeza se deshace como sal en el asfalto.
Casi cuarenta años después, el “niño de Somosierra” sigue siendo una pregunta: ¿lo secuestraron en 22–30 segundos? ¿Se lo llevaron entre el caos del ácido y los hierros? ¿Quién necesitó borrar a un niño para cuadrar un intercambio? Porque a veces, lo más aterrador no es el choque en una curva, sino ese instante mínimo —una parada de medio minuto— en el que el destino cambia de manos y desaparece sin dejar huella.
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