El “pescaíto” que unió a un país: la verdad del caso Gabriel Cruz


La tarde del 27 de febrero de 2018, en Las Hortichuelas (Níjar, Almería), Gabriel Cruz —8 años, al que su familia llamaba “el pescaíto”— salió de casa de su abuela para recorrer apenas 100 metros hasta la vivienda de unos primos. Nunca llegó. A partir de ese instante, España entera contuvo la respiración. 

Durante 12 días se desplegó la Operación Nemo: más de 5.000 personas —entre voluntarios y profesionales— peinaron ramblas, pozos y minas en el Cabo de Gata, en lo que se consideró la mayor búsqueda coordinada de un desaparecido en la historia del país. Cada jornada sumaba kilómetros batidos y esperanzas colgadas de un hilo. 

Entre quienes buscaban y abrazaban a la familia estaba Ana Julia Quezada, pareja del padre de Gabriel. La Guardia Civil la tenía en el punto de mira desde que “halló” una camiseta del niño en una zona previamente rastreada, un gesto que, lejos de ayudar, encendió todas las alarmas de los investigadores. 




El 11 de marzo de 2018 llegó el mazazo: agentes interceptaron el coche de Ana Julia cuando intentaba entrar en un garaje de La Puebla de Vícar. En el maletero estaba el cuerpo de Gabriel. La noticia sacudió al país que había seguido la búsqueda con el corazón encogido. 

La reconstrucción judicial desveló lo ocurrido el mismo día de la desaparición, en una finca familiar en Rodalquilar. Según la sentencia, Ana Julia arrojó al niño contra una superficie, causándole una fractura craneal y un hematoma subdural; acto seguido le tapó nariz y boca con sus manos hasta asfixiarlo. La frialdad del relato forense heló a la sala. 

En paralelo, la investigación demostró que, tras matar a Gabriel, lo ocultó en un pozo y días después lo desenterró para trasladarlo en el coche, momento en que fue detenida. Su doble juego —aparentar apoyo a la familia mientras movía el cuerpo— quedó registrado por los equipos que la vigilaban. 


Septiembre de 2019: un jurado popular declaró a Ana Julia Quezada culpable de asesinato con alevosía, además de dos delitos de lesiones psíquicas y otros dos contra la integridad moral de los padres. La Audiencia Provincial de Almería impuso prisión permanente revisable —condena que la convirtió en la primera mujer sentenciada a esa pena en España— e indemnizaciones millonarias. 

Diciembre de 2020: el Tribunal Supremo confirmó la condena, haciendo firme la prisión permanente revisable y el resto de penas y medidas. La justicia cerraba la vía penal, pero el vacío para la familia quedaba intacto. 

Más allá del proceso, quedó el país entero: balcones con peces azules, vigilias, cartas y dibujos de niños que no conocieron a Gabriel pero aprendieron su nombre. La ola de solidaridad fue tan masiva como el dolor compartido por un “pescaíto” que, por unos días, se convirtió en hijo de todos. 


Y aún hoy persisten las preguntas que muerden: ¿cómo alguien cercano pudo traicionar así la confianza de una familia? ¿Hubo señales que pasaron desapercibidas? ¿Qué más puede hacerse para que los menores estén a salvo también de los monstruos que se esconden puertas adentro? Porque, a veces, lo más aterrador no es la noche ni el bosque: es la sonrisa de quien finge ayudar mientras te arranca la esperanza.

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