La noche del 22 de marzo de 2010 parecía rutinaria en el departamento de Interlomas donde vivía Paulette Gebara Farah, de 4 años. Tenía una discapacidad motriz leve y dormía con férulas; su madre, Lisette Farah, la acostó y apagó la luz. A la mañana siguiente, la cama amaneció vacía. Puertas y ventanas cerradas, guardias y cámaras en el fraccionamiento, ninguna señal de salida. En minutos, la “desaparición imposible” ya estaba en todos los noticieros.
Durante nueve días, el edificio se transformó en plató y la búsqueda en espectáculo. Entraron policías, ministerios públicos, binomios caninos, peritos; hubo cateos, reconstrucciones, entrevistas en cadena nacional con los padres —Lisette Farah y Mauricio Gebara— y con las niñeras. Se ofrecieron recompensas, se colocaron lonas, se rastrearon carreteras y coladeras. México entero repetía la misma pregunta: ¿cómo desaparece una niña dentro de su propia casa?
El 31 de marzo, la respuesta apareció donde nadie quería mirar más: la habitación. Peritos retiraron edredones y sábanas y hallaron el cuerpo de Paulette en un hueco entre el colchón y el piecero de la cama, envuelta por la ropa de cama, en una posición encajonada. Nueve días allí. Nueve días con cámaras dentro, prensa fuera y registros de entrada y salida en el edificio. Las imágenes del hallazgo recorrieron el país y la incredulidad se mezcló con indignación.
La Procuraduría mexiquense, entonces encabezada por Alberto Bazbaz, informó que la causa de muerte fue asfixia mecánica de tipo accidental: compresión toracoabdominal y obstrucción de vías respiratorias por quedar atrapada bajo el colchón. El dictamen señaló ausencia de violencia sexual y lesiones de ataque, y ubicó la muerte en la propia noche de su desaparición. Con ese informe, el caso se cerró como “muerte accidental”.
Pero el cierre oficial abrió otra grieta. Si la cama se había revisado varias veces, ¿por qué no la vieron? ¿Cómo no detectaron olor ni signos de descomposición en una habitación ocupada y peritada? ¿Por qué los relatos televisivos variaban en detalles clave —llamadas, horarios, quién entró primero— y por qué se permitió un manejo mediático tan invasivo de una escena que debía preservarse? La mezcla de errores de procedimiento, contradicciones y exposición pública alimentó sospechas de encubrimiento que nunca lograron probarse, pero tampoco se apagaron.
En paralelo, la investigación dejó constancia de fallos que hoy son lección forense: aseguramiento deficiente del lugar, circulación de demasiadas personas por la escena, decisiones dictadas frente a cámaras, priorización de “versiones” sobre cadena de custodia, y búsquedas externas que desviaron recursos antes de agotar al máximo el entorno inmediato. La conclusión oficial resistió jurídicamente, pero socialmente quedó marcada por el “¿y si…?”.
El impacto político no tardó. Bajo la presión pública, Bazbaz acabó renunciando meses después, y el caso se convirtió en ejemplo recurrente en cursos de primeros respondientes, criminalística y comunicación en crisis: cuando la investigación se contamina mediáticamente, la confianza se rompe aunque la ciencia cierre un expediente. En 2020, una serie dramatizada volvió a poner el tema en conversación; las dudas regresaron con la misma fuerza que la memoria.
Con el paso del tiempo, el expediente Paulette quedó como un espejo incómodo. Enseñó que un operativo gigantesco no sustituye a un protocolo básico bien ejecutado; que las escenas “sin violencia aparente” requieren el doble de rigor; que los familiares no son “personajes” sino sujetos de derecho; y que la transparencia no es convertir la búsqueda en reality, sino documentar, preservar y explicar sin filtrar ni contaminar.
Paulette tenía cuatro años. Su historia no es un misterio de pasadizos ni una novela de conspiraciones interminables: es, ante todo, una niña a la que el sistema falló en la búsqueda y en la comunicación. La versión oficial dijo “accidente”; la percepción pública escuchó “inverosímil”. Entre ambas, quedaron nueve días de televisión en directo y una habitación que nadie volverá a mirar igual.
Dormía en su cama. Soñaba con princesas. Y la verdad —cualquiera que sea su forma final— se quedó atrapada entre sábanas y silencios.
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