Isaac Martínez Jiménez: el crimen a bocajarro en el garaje de Cappont que Lleida no ha podido resolver

Amanecía el 9 de noviembre de 2006 cuando Isaac Martínez Jiménez, 26 años, soldador, aparcó su coche en el garaje del número 13 de la calle Riu Ter, barrio de Cappont (Lleida). Bajó del vehículo para empezar una jornada cualquiera. No tuvo tiempo: un hombre encapuchado, con chaleco reflectante, se le acercó y le disparó a muy corta distancia. Cayó allí mismo. Eran las 7:39 de la mañana. 

La ejecución fue fría. El agresor descargó al menos seis disparos —las crónicas hablan de seis a bocajarro y otras de hasta siete impactos— y huyó a pie entre portales y coches aún con el vaho de la madrugada. No hubo robo ni discusión, solo la ráfaga y el vacío. Isaac murió prácticamente en el acto. 

Nada en la escena ayudó a armar un móvil claro. No había amenazas previas conocidas ni peleas recientes; Isaac era un joven trabajador, padre de un bebé de pocos meses, que salía temprano y volvía tarde, rutina de taller y familia. El barrio despertó con cintas policiales y preguntas. 


La investigación arrancó con lo poco que dejaron los disparos: vainas, trayectorias y testimonios confusos de primera hora. Dos de los ocho testigos creyeron ver a “un hombre negro” como autor, cuando el único detenido en 2007 era un joven blanco de 29 años, puesto en libertad por falta de pruebas sólidas. La causa, sin prueba directa que la sostuviera, se enfrió. 

Años después llegó un hilo para tirar: balística. En 2014, la policía reactivó diligencias buscando una pistola Glock del 9 mm que, según la línea técnica, habría sido el arma empleada. Localizar “esa” Glock podía ser la llave que faltaba. El empeño, de momento, no bastó para sentar a nadie en el banquillo. El expediente continuó vivo, pero sin giro decisivo. 

Con el tiempo, el caso pasó del sumario al recuerdo obstinado de una familia. Los padres de Isaac ofrecieron recompensa, se aferraron a cualquier pista y no dejaron de pedir que la instrucción no se cerrara “por falta de novedades”. La etiqueta de “crimen perfecto” empezó a aparecer en reportajes televisivos y piezas de aniversario que recordaban, sobre todo, lo que faltaba: pruebas, testigos firmes, un arma, un detenido con cargos. 


En 2024 y 2025, la prensa local y nacional volvió sobre Cappont para recordar que el reloj legal corre y que la impunidad duele más con los años. Se repasó la misma secuencia: un soldador sin enemigos aparentes, un garaje, un ejecutor que sabía a qué distancia disparar, una fuga a pie y una ciudad que, a partir de entonces, cambió de ritmo a primera hora. 

La escena aún hoy impresiona por su limpieza criminal: un acceso controlado, pocos minutos de margen, disparos precisos, retirada sin dejar huella útil. Pocas veces un homicidio a plena hora laboral ha dejado tan poco rastro y tanta certidumbre de premeditación. La sensación en el barrio —y en los investigadores que han heredado el expediente— es que quien apretó el gatillo conocía rutinas y tiempos. 

Para la familia, no hay consuelo en las hemerotecas. Isaac tenía 26 años, un trabajo estable, un bebé al que criar y una llave de garaje que se convirtió en frontera final. Los titulares vuelven cada noviembre, pero la justicia no. Cada línea publicada termina en la misma frase que se repite desde 2006: “si alguien sabe algo, que hable”. 


A veces el mal no llega con nocturnidad ni se oculta en cunetas. A veces espera en un portal iluminado, mide segundos y dispara. Ese es el crimen de Cappont: una ráfaga precisa, una huida breve y dos décadas de silencio. La ciudad sigue madrugando; el garaje, también. Lo único que no vuelve es la respuesta. 

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