Hann sobrevivió. Al despertar, dijo algo que torció el caso: los supuestos asaltantes fueron selectivos con su hija. La investigación tiró del hilo digital —llamadas, mensajes, antenas— y la escena se releyó como un plan desde dentro, no como un robo al azar. La puerta no había sido forzada; la cronología de teléfonos y contactos con terceros cuadraba demasiado bien.
Bajo la superficie asomó una doble vida: falsificación de notas, una carrera universitaria inventada, una relación sentimental que la familia reprobaba y una mentira sostenida durante años. La presión en casa, el miedo a decepcionar y la obsesión por mantener el relato terminaron en lo inimaginable: contratar a tres hombres para simular un asalto y ejecutar a sus padres. Bich murió en el sótano; Hann, contra diagnóstico, sobrevivió para contarlo.
En 2014, tras un juicio que paralizó a Canadá, el jurado declaró culpables a Jennifer Pan y a sus coacusados por el homicidio en primer grado de Bich y el intento de acabar con la vida de Hann. A Jennifer le impusieron prisión perpetua con 25 años mínimos antes de optar a libertad condicional, el marco más severo disponible. El cierre parecía definitivo.
No lo fue. En 2023, el Tribunal de Apelación de Ontario mantuvo firmes las condenas por el intento contra Hann, pero anuló las condenas por homicidio en primer grado de Bich y ordenó un nuevo juicio sobre ese cargo. El motivo: instrucciones erróneas al jurado respecto a las vías de responsabilidad y las posibles teorías del caso. No absolvió; exigió repetir el proceso por el cargo de mayor gravedad.
La Corona recurrió. En abril de 2025, la Corte Suprema de Canadá desestimó ese recurso: confirmó que habrá nuevo juicio por la muerte de Bich Ha Pan y dejó incólumes las condenas por el intento de homicidio de Hann. El caso, trece años después del veredicto inicial, volvió a abrirse en su corazón jurídico.
Más allá de los fallos, el expediente dibuja un patrón inquietante. Los investigadores acreditaron contactos previos entre Jennifer y los ejecutores, coordinación por mensajes y una coreografía que explicaba por qué a ella “la ataron” pero no le causaron daño grave. La narrativa del robo se desvaneció con las pericias y el testimonio del padre.
La historia también expuso una grieta íntima: la de una casa regida por la excelencia como única lengua del amor. Música, notas perfectas, universidades de prestigio. Cuando la realidad no encajó, la mentira tapó cada bache hasta convertirse en motor. No explica —ni excusa— el crimen; sí ayuda a entender el ecosistema que incubó el guion.
Para la comunidad chinesa-canadiense, el caso fue espejo y estigma: debates sobre expectativas, salud mental, control y la línea que separa la exigencia del daño. Para el sistema de justicia, dejó una lección procesal: la importancia de instruir con precisión a un jurado cuando hay teorías alternativas de participación en un homicidio planificado.
Hoy, Jennifer Pan cumple condena por el intento contra su padre y espera un nuevo juicio por la muerte de su madre. Hann, que sobrevivió a lo imposible, vive con las cicatrices visibles e invisibles de una noche que desbarató su casa. La pregunta que dejó flotando no es jurídica: ¿cómo no vimos venir lo que crecía puertas adentro?
Porque el peligro, esta vez, no cruzó la valla ni forzó cerraduras: cenó en la misma mesa, sonrió en las mismas fotos y aprendió a hablar como “hija ejemplar”. Y eso —la traición desde el centro del hogar— es lo que todavía hiela la sangre cuando se apagan las luces del juzgado y vuelve el silencio.
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