La casa que devoró a Sylvia Likens

Indianápolis, 1965. En un vecindario de casas bajas y césped recién cortado, una puerta se cerró y, detrás de ella, comenzó una historia que helaría a todo un país. Sylvia Likens tenía 16 años: curiosa, responsable, protectora con su hermana Jenny. Sus padres, feriantes que viajaban por trabajo, acordaron pagar 20 dólares semanales a Gertrude Baniszewski, una vecina con siete hijos, para que alojara a las chicas mientras ellos seguían la ruta. Parecía un arreglo temporal, casi familiar. Fue el inicio del martirio.

Al principio, nada desentonaba. Pero cuando el dinero llegó con retraso, Gertrude dejó ver un rostro que nadie imaginaba. Los reproches se convirtieron en castigos. Los castigos, en un sistema de humillación y maltrato sostenido. En aquella casa se quebró el límite entre disciplina y crueldad: gritos, golpes, privaciones, y una dinámica perversa en la que hijos y adolescentes del barrio comenzaron a “participar” como si el dolor ajeno fuera un juego. La autoridad de un adulto, la presión del grupo y la idea de que “nadie de fuera lo sabría” sellaron la escalada.

La diana fue Sylvia. Jenny, que padecía problemas de movilidad, sobrevivió a base de silencio y promesas. A Sylvia la hicieron responsable de todo: del dinero que no llegaba, de rumores, de cualquier excusa. La aislaron, la privaron de comida y agua, y la convirtieron en blanco de vejaciones repetidas. Hubo jornadas enteras en el sótano, frío y oscuro, en una “escuela” de dolor que no dejó lugar a la piedad. En un mundo donde la comunidad suele vigilar por la ventana, aquel hogar se volvió una caja cerrada: los sonidos se oían, pero la ayuda nunca llegó.


Los días finales de octubre trajeron la caída. Exhausta, desnutrida y con lesiones por todo el cuerpo, Sylvia ya no pudo levantarse. El 26 de octubre de 1965, su organismo colapsó. Cuando la policía entró, encontró además notas fabricadas para encubrir lo ocurrido. Pero el estado del cuerpo de Sylvia hablaba mejor que cualquier papel: había atravesado un sufrimiento prolongado que nadie fuera de esa casa detuvo.

El proceso penal fue un terremoto. La ciudad supo, por primera vez y con detalle, lo que había pasado puertas adentro: la manipulación de una adulta, la obediencia de menores, la banalización del mal. En 1966, un jurado declaró a Gertrude Baniszewski culpable del delito más grave; varios de sus hijos y dos adolescentes del vecindario fueron condenados por grados inferiores de responsabilidad. Con los años, algunos recuperaron la libertad; Gertrude obtuvo la suya en 1985 y falleció en 1990. Jenny Likens, en cambio, dedicó su vida a recordarnos el nombre de su hermana y a advertir lo que puede ocurrir cuando el entorno mira hacia otro lado.

El número de la casa desapareció del mapa —fue demolida décadas después—, pero el vacío no borró la memoria. La historia de Sylvia suele contarse como “el peor caso de maltrato doméstico” de su época en Estados Unidos, y lo es también por lo que revela: cuando la autoridad se pervierte, el grupo normaliza lo inaceptable y el vecindario elige el silencio, la violencia encuentra un campo fértil.


Hoy, frente a esta crónica, la pregunta no es solo qué les pasó a Sylvia y Jenny dentro de aquella vivienda, sino qué nos pasó afuera: ¿cuántas señales ignoramos porque “no queremos meternos”? ¿Hasta dónde llega nuestra responsabilidad cuando el dolor del otro llega a la pared contigua y decidimos bajar la persiana?

¿De qué sirve una comunidad si no reacciona cuando una puerta se vuelve trampa?
¿Y cuántas “casas normales” guardan historias que nadie denuncia… hasta que ya es tarde?

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