Joaquín Fernández García: 12 millas, un motor parado y un silencio que no devuelve el mar


Tenía 23 años, era de costa y conocía las mareas de Carboneras como quien reconoce su propia respiración. El 11 de septiembre de 2008 salió a navegar en una lancha junto a otro joven. Frente a la línea quebrada del Cabo de Gata, el plan era breve: adentrarse, probar motor, volver antes de que cayera el sol. No volvió.

La versión inicial habló de una avería a unas 12 millas de la costa de Carboneras. Un pesquero rescató al acompañante; Joaquín desapareció en el agua sin que nadie pudiera decir con certeza dónde fue la última vez que lo vieron. Ni chaleco, ni restos inequívocos, ni un objeto que anclara su rastro al Mediterráneo. Solo el mar, enorme, y una familia aprendiendo a mirar el horizonte por partes.

La investigación penal se bifurcó pronto: no solo se examinó el supuesto accidente, también el contexto de aquella singladura. Años después, el Juzgado de lo Penal nº 2 de Almería condenó al único superviviente por un delito intentado de tráfico de hachís cometido ese mismo día a bordo de la semirrígida “Papuchi Uno”, una Zodiac de 7,5 metros con motor de 250 CV. A Joaquín no se le juzgó: seguía desaparecido

En sentencia se rechazó la intervención de terceros en la desaparición: no hubo pruebas de agresión, ni rastro de abordajes, ni indicios que apuntaran a un ataque. La resolución describió una travesía nocturna, una logística de alijo frustrada y un regreso imposible a puerto. Para la familia, la palabra “no consta” se convirtió en un pozo: cabía todo, salvo a Joaquín.


Quien sobrevivió —identificado en el procedimiento— sostuvo que el motor falló, que el mar se los tragó en la oscuridad y que, cuando llegó el auxilio, ya no había forma de atar los minutos. La sentencia, sin embargo, dejó trazado otro mapa: el de una operación ilegal que terminó sin alijo y con un desaparecido al que nadie logró devolver a casa.

A cada aniversario, el caso regresa a la superficie: QSDglobal, la fundación impulsada por Joaquín Amills, recuerda su nombre y sus coordenadas emocionales —Carboneras, 2008— y repite las descripciones físicas que ya son consigna más que dato. La ficha se comparte, se comenta, se guarda en móviles como si pudiera ser un salvavidas lanzado con años de retraso. 

Carboneras también aprendió a señalar el vacío. Los patrones de pesca recuerdan aquella noche como un pliegue en la rutina; los familiares, como el minuto que no termina. Las batidas no hallaron restos, las corrientes no entregaron certezas y los mapas de deriva solo ofrecieron probabilidades que no consuelan a nadie. El mar, cuando decide callar, es un archivo perfecto.

El procedimiento penal que sí llegó a puerto dejó una verdad judicial parcial: hubo delito intentado de tráfico de drogas; no hubo evidencia de un crimen contra Joaquín; tampoco certeza de accidente en términos que permitan cerrar su historia. El derecho alcanzó a condenar lo que pudo probar, pero no pudo responder lo que la familia pregunta desde 2008: ¿dónde está?

Diecisiete años después, su ausencia es una línea recta entre dos orillas: la de un expediente que relata hechos conexos y la de una casa que sigue poniendo su nombre en cada vigilia. En medio, un mar que no devuelve, una semirrígida citada en una sentencia, y un superviviente condenado por algo que no explica lo esencial.

Joaquín tenía 23 años. Salió en una lancha. Y el Mediterráneo decidió no responder. Si estuviste aquella noche en la mar de Alborán, si viste luces que no encajan o escuchaste una historia que dobla esta cronología, tu memoria puede ser la marea que falta. Porque a veces el mar no trae cuerpos, pero sí deja testigos; y a veces, una frase tardía es lo único capaz de romper el silencio. 

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