La primera certeza no fue ella, sino su coche: agentes lo hallaron en las inmediaciones de la costa de Santo Domingo, un tramo escarpado de Garafía. Dentro, según explicó la familia, estaban sus pertenencias; fuera, ningún rastro que guiara los pasos siguientes. La Policía Judicial de la Guardia Civil asumió el caso desde finales de febrero y situó la investigación bajo secreto de sumario.
Durante marzo, se organizaron rastreos con efectivos de la Guardia Civil, guías caninos y un gran número de voluntarios. Las hermanas de Soraya viajaron a la isla para sumarse a las batidas y coordinar a quienes se ofrecían a recorrer barrancos, senderos y acantilados de la zona. Pese al despliegue, aquellos peines sobre el terreno no arrojaron resultados.
Con el paso de las semanas, el caso se convirtió en un esfuerzo a dos velocidades: la familia y voluntariado empujando por tierra y mar; los cauces oficiales, constreñidos por la ausencia de “indicios de criminalidad” y el secreto judicial. En junio, cuando se cumplieron 110 días sin noticias, las hermanas denunciaron la falta de medios y que la investigación se había estancado desde marzo, reclamando, entre otras diligencias, búsquedas en el mar y análisis técnicos pendientes.
A mediados de mayo, medios locales recordaron que Soraya seguía oficialmente desaparecida desde el 15 de febrero y que el último punto fiable seguía siendo la zona de Santo Domingo. Ni nuevas señales telefónicas, ni cargos bancarios, ni testimonios verificados cambiaron ese mapa mínimo. La fotografía de su cartel —difundida por SOS Desaparecidos— volvió a circular por la isla.
Los datos objetivos del aviso —edad, complexión, rasgos— se repiten en cada llamamiento, porque a veces la memoria de quien ve y no sabe que está viendo importa más que cualquier hipótesis: 42 años, natural de Montemayor (Córdoba), y desaparecida en Garafía (La Palma) desde el 15 de febrero. Esos rótulos ayudan a ordenar el tiempo cuando el tiempo se desordena.
No hay constancia pública de violencia en el lugar donde apareció el vehículo, ni de un itinerario posterior que permita reconstruir la última hora de Soraya. La ausencia de “pistas duras” ha convertido la orografía —acantilados, malpaís, matorral— en un adversario adicional: un territorio que puede esconder, borrar o confundir lo que pasó.
Desde Córdoba a La Palma, su nombre cruza salas de prensa y plazas: la familia insiste en que la desaparición no fue voluntaria y pide reactivar búsquedas con más recursos, incluidos medios marítimos, y completar las comprobaciones técnicas que siguen pendientes. Piden, en suma, método sostenido y coordinación interinstitucional.
Cada aniversario de día 15 pega un tirón al estómago: aquel coche quieto frente a un paisaje que no habla; una investigación que avanza a saltos; un pueblo pequeño que aprende a mirar mejor los bordes del camino. En Garafía, el viento lleva y trae el mismo mensaje: “si viste algo, dilo; si crees que no importa, dilo igual”.
Soraya tenía 42 años. Venía de Montemayor y eligió La Palma para empezar otra vez. El mar, los riscos y los senderos no explican lo que pasó; solo guardan sus respuestas. Hasta que aparezcan, su caso sigue abierto —y su nombre, en la boca de quienes no aceptan que el silencio sea el final de una historia que aún no se ha contado.
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