Joaquín Ferrándiz: el depredador de Castellón que enseñó a España a mirar de frente al mal (1995–1996)

Castellón no sabía que tenía un cazador en sus noches. Entre julio de 1995 y septiembre de 1996, cinco mujeres fueron raptadas, agredidas y asesinadas con un patrón que, entonces, apenas tenía nombre en nuestra crónica negra. El responsable era Joaquín Ferrándiz Ventura, un comercial de seguros de trato impecable, que vivía con su madre y salía de caza los fines de semana por polígonos y zonas de ocio. Años después se le llamaría como lo que era: uno de los asesinos en serie más significativos de España. 

Su historia no empieza en 1995. En 1989 ya había mostrado el método: provocó un alcance a una motorista, le ofreció llevarla al hospital y la violó; por ese delito fue condenado a 14 años, aunque salió antes por buena conducta y por una campaña de apoyo que lo pintaba “inocente”. En prisión, compartió celda con un homicida cuyo modus operandi imitaría tras quedar libre. En 1995 ya estaba de nuevo en la calle… y tardó 88 días en reincidir. 

Las víctimas tenían nombre y vida. Sonia Rubio Arrufat (25), profesora de inglés, desapareció al volver a pie de una discoteca de Benicàssim el 2 de julio de 1995; apareció en noviembre, atada y amordazada con cinta en un paraje entre Benicàssim y Oropesa. La Guardia Civil bautizó la investigación como Operación Bola de Cristal. El 14 de septiembre de 1996, Amelia Sandra García Costa (22) salió de la discoteca “Aquí me quedo” (polígono Los Cipreses, Castellón) y su cuerpo fue hallado meses después en un estanque de Onda. Entre medias, tres mujeres que ejercían la prostitución —Natalia Archelós Olaria (24), Mercedes Vélez Ayala (18) y Francisca Salas León (24)— aparecieron esqueletizadas junto al Vora Riu (Vila-real). 

El modus operandi combinaba selección y oportunidad: alcohol y música en polígonos, vigilancia paciente, abordajes rápidos, ligaduras, amordazamiento con cinta y estrangulación; en ocasiones golpes con objeto contundente. Ferrándiz no conocía a sus víctimas; las estudiaba. Su fachada —empleado cumplidor, vecino correcto— fue un elemento más del crimen. Aquella doble vida alimentó el apodo mediático de “psicópata educado” y planteó a las fuerzas de seguridad un reto nuevo: perfilado criminal en un país donde apenas se aplicaba. 

El principio del fin llegó por un espejo de su pasado. En febrero de 1998, intentó repetir el engaño del accidente contra otra conductora: ella sobrevivió y dio parcial de matrícula y descripción. La Guardia Civil lo puso bajo seguimiento; en julio de 1998 lo vieron desinflar el neumático de un coche de una mujer a la salida de un local para provocar un siniestro y capturarla. Hubo choque sin víctimas y Ferrándiz no logró su plan: lo detuvieron el 29 de julio de 1998. En el registro, hallaron el rollo de cinta que vinculó forensicamente el caso Sonia Rubio. 

La confesión fue escalonada. Primero admitió violaciones, negó homicidios; poco después admitió el asesinato de Sonia, Amelia y las tres mujeres de Vora Riu. A un camionero que llegó a ser detenido por esos tres últimos crímenes lo exculparon cuando Ferrándiz habló. Varias evaluaciones psiquiátricas lo diagnosticaron como psicópata. 


El juicio arrancó a finales de 1999 con una petición fiscal de 163 años y responsabilidad civil millonaria. El 14 de enero de 2000, la Audiencia de Castellón lo declaró culpable de cinco asesinatos, un intento de asesinato y lesiones imprudentes, y lo condenó a 69 años (con el tope legal de cumplimiento entonces vigente). Aquel proceso marcó otro hito: el perfil criminológico elaborado para el caso sirvió de punta de lanza para las futuras unidades de análisis de conducta en España. 

La cárcel no borró las preguntas. ¿Cómo un condenado por violación puede salir y, en menos de tres meses, escalar a un patrón de asesinatos seriales? Criminólogos y juristas han usado el expediente Ferrándiz como caso escuela sobre evaluación de riesgo, seguimiento post-penitenciario y lagunas terapéuticas en prisión para perfiles psicopáticos. 

El 22 de julio de 2023, tras 25 años (límite máximo efectivo), Ferrándiz salió de Herrera de la Mancha. Declaró que no volvería a Castellón “por respeto a las víctimas” y que se iría al extranjero. La noticia reabrió heridas y debates: tratamiento en prisión, vigilancia en libertad y el derecho de las familias a no compartir el mismo mapa con quien destruyó sus vidas. 

Detrás de los titulares quedaron vidas truncadas —Sonia, Natalia, Mercedes, Francisca y Amelia— y familias que han sostenido la memoria durante casi tres décadas. Si algo enseña este caso es que el mal puede hablar en voz baja, vestir corbata y conducir de noche. Y que la ciencia del comportamiento, los protocolos de riesgo y la vigilancia comunitaria no son lujo: son murallas cuando la fachada parece perfecta. 

“No siempre ruge el monstruo: a veces saluda en el ascensor. Por eso hubo que aprender a perfilarlo, a seguirlo y a nombrar lo que antes no sabíamos ver.” 

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