Era la tarde del 8 de octubre de 2011 en Córdoba cuando José Bretón llamó a su exmujer para decirle que sus hijos, Ruth (6) y José (2), se habían perdido en el Parque Cruz Conde. En cuestión de horas, la ciudad se llenó de patrullas, voluntarios y cámaras. España contuvo la respiración: dos niños, desaparecidos a plena luz del día. Lo que nadie sabía aún es que aquella denuncia sería el primer acto de una puesta en escena meticulosamente planificada.
Bajo el nombre de “Operación Resplandor”, los investigadores empezaron a desmontar la coartada. En paralelo a la narrativa del parque, asomaban indicios inquietantes: compras previas de combustible, movimientos sin sentido y un fin de semana encajado como un tablero. La fiscalía situó el móvil en la venganza por la separación: Bretón no aceptó el divorcio y concibió un plan de castigo insoportable contra la madre.
La cronología reveló preparación y cálculo. Días antes, Bretón acopió leña en la finca familiar de Las Quemadillas y compró gasóleo en cantidades anómalas (más de 270 litros en total), según la reconstrucción judicial. La hoguera que levantó entre naranjos, cubierta con una mesa metálica, funcionó como un horno rudimentario. Los peritos estimaron picos térmicos que podían acercarse a 1.200 °C, devastando cualquier posibilidad de identificación dactilar o blanda.
La clave forense estuvo en los huesos calcinados. Un primer dictamen policial —firmado por la antropóloga Josefina Lamas— afirmó erróneamente que eran restos de animales, un fallo que retrasó once meses el vuelco del caso y que terminó con su destitución. La corrección llegó con el informe del forense Francisco Etxeberria y, después, con otro equipo de la UCM: los restos eran “inequívocamente humanos” y correspondían a dos menores de 6 y 2–3 años. Por el grado de incineración, el ADN era irrecuperable.
Mientras el país asimilaba el giro, la investigación apuntaló el carácter premeditado. La fiscalía planteó que Bretón pudo sedar a los niños con ansiolíticos (Orfidal) y antidepresivos, apoyándose en recetas y compras previas; una pediatra advirtió que esa mezcla sería letal en menores. Bretón lo negó en el juicio, y la destrucción térmica impidió confirmarlo por toxicología; la hipótesis quedó como indicio que reforzaba la secuencia, no como prueba directa.
El jurado popular declaró culpable a Bretón por unanimidad. El 22 de julio de 2013 la Audiencia Provincial de Córdoba lo condenó a 40 años de prisión por dos asesinatos con agravantes de parentesco, premeditación y crueldad. El TSJ de Andalucía confirmó la sentencia ese mismo año, y el Tribunal Supremo la ratificó en 2014. En 2015, por aplicación del art. 76 del Código Penal, se fijó un máximo de cumplimiento efectivo de 25 años.
Este caso pulverizó el mito de que “sin cuerpo no hay delito”. La condena descansó en un armazón probatorio robusto: planificación previa, falsedad de la coartada, compras de combustible, dinámica de la hoguera y, sobre todo, la identificación antropológica de restos humanos infantiles. Fue también una lección de humildad técnica: un error pericial inicial puede desorientar una causa; una segunda mirada experta puede enderezarla.
Más allá del veredicto, quedó la sombra ética sobre el espectáculo mediático del dolor. El “caso Bretón” fue diseccionado en directo, con ruedas de prensa y programas de plató a diario. La narrativa pública convivió con el trabajo silencioso de laboratorio y con una madre que, entre cámaras, esperaba lo peor. La justicia no cura, pero al menos fija una verdad jurídica frente a la coartada del parque.
Doce años después de la sentencia, la pieza que define el horror es su cualidad vicaria: dañar a los hijos para destruir a la madre. El nombre de Las Quemadillas es ya un sinónimo de lo impensable, y el de Etxeberria, un recordatorio de cómo la ciencia puede devolverle sentido a las cenizas. El caso se estudia hoy en criminología, antropología y derecho probatorio.
Y sin embargo, persisten preguntas que muerden: ¿podía haberse activado antes una protección efectiva cuando la relación se quebró? ¿Cuántas señales de control o violencia pasan inadvertidas hasta que estalla la tragedia? ¿Cuánto pesa todavía ese error pericial inicial en la confianza ciudadana sobre las investigaciones? Porque lo más aterrador no fue solo el crimen: fue la frialdad de quien lo murmuró al teléfono como si la pesadilla acabara de empezar.
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