Aquella jornada no fue una excursión solitaria. Medios regionales y nacionales coinciden en que estaba “en el campo con amigos”, una salida habitual en temporada de fruta. No hay base fiable para la versión de “dos familiares” ni para la recolección de una fruta concreta; lo acreditado es la compañía y el entorno agrícola.
El último punto firme la sitúa cerca del paraje de La Ceja, una zona de pistas y taludes donde el terreno se encrespa en desniveles breves pero traicioneros. Vestía pantalón vaquero gris, camisa blanca y calzado plateado. Ese detalle de vestimenta se repite en las alertas y en las entrevistas a la familia, que añade algo crucial: Paquita tenía Alzheimer, pero “no en estado avanzado” y nunca se había perdido antes.
La primera reacción fue local: patrullas, Protección Civil y vecinos peinaron cañadas, acequias y márgenes. Pronto se sumó la red de avisos de SOS Desaparecidos y la cobertura autonómica, que amplificó la búsqueda entre Alborache y Turís con descripciones físicas precisas y teléfono de contacto familiar. El eco informativo ayudó a fijar un perímetro mental: no había señales de viaje, ni desplazamientos largos, ni rastro fuera del entorno.
Pasaron los días y quedó la certeza amarga de los casos rurales: el monte guarda mejor que la ciudad. Canales, ribazos, zarzales y pedreras forman un laberinto donde un tropiezo puede esconderse a pocos metros de una pista. De ahí que la familia insistiera en mantener los rastreos repetidos, cambiando ángulos y rejillas de búsqueda, una práctica que los equipos veteranos recomiendan cuando el relieve confunde.
El tiempo burocrático fue otro adversario. Sin indicios de delito, la prioridad policial depende de riesgo y vulnerabilidad. Aquí, los dos factores estaban presentes: 79 años y diagnóstico de deterioro cognitivo. Pese a ello, ni los primeros llamamientos ni las batidas sucesivas ofrecieron una pista útil. La ausencia de hallazgos no cerró el caso; lo sostuvo en ese territorio gris donde la metodología es tan importante como la esperanza.
Ante el silencio del terreno, la familia dio un paso más: ofreció una recompensa de 10.000 euros por cualquier información verificable que condujera a Paquita. No fue un gesto impulsivo, sino una estrategia para ampliar ojos y oídos: “que la gente esté más atenta”, explicó una de sus hijas al difundir las condiciones básicas del avistamiento y el punto de La Ceja como referencia.
La cronología pública, depurada de rumores, deja un cuadro sobrio: tarde de campo en compañía; última localización en La Ceja; vestimenta identificativa; diagnóstico reconocido por la familia como leve; cero señales de traslado posterior o intervención de terceros confirmada. El resto —fruta concreta, acompañantes familiares, itinerarios no verificados— pertenece al ruido de redes que aquí conviene descartar.
Detrás del dato hay un aprendizaje comunitario: en el mundo rural, la “distancia corta” puede ser engañosa. Una curva de servicio, un talud, un matorral denso bastan para ocultar una caída; una confusión momentánea en el atardecer separa a un grupo sin que nadie lo perciba. Por eso los equipos recomiendan volver a los mismos lugares con luz distinta, cambiar de cuadrícula, abrir barrancos y revisar recodos ya peinados. Aquí, cada metro puede ser decisivo.
Paquita Estarelles es, desde mayo de 2024, un nombre que une a dos pueblos por una deuda de respuesta. No es una estadística: es una mujer de 79 años que salió al campo y no regresó, una familia que no baja los brazos y una comunidad que aprendió a desconfiar del “ya miramos ahí”. Si estuviste en pistas o parajes entre Alborache y Turís ese 30 de mayo, si recuerdas una camisa blanca y unos zapatos plateados cerca de La Ceja, tu memoria puede inclinar la balanza. La montaña a veces calla; a veces, contesta cuando alguien se atreve a repetir la pregunta.
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