La versión que sostendría el caso durante años nació en una sala de interrogatorios de El Paso y se ató a un teléfono que cruzaba la frontera. Agentes estadounidenses contactaron con policías de Ciudad Juárez; allí, la madre y el hermano de César fueron detenidos sin orden judicial. Fierro diría después que los investigadores le advirtieron que, si no firmaba, su familia “sería torturada”. Firmó, sin abogado y sin intérprete. Esa declaración, tomada bajo amenaza, se convirtió en la pieza central de la acusación.
Pese a las irregularidades, un jurado lo declaró culpable de asesinato capital en 1980 y lo envió al corredor de la muerte. Años más tarde, los tribunales reconocerían que la policía de Juárez, en coordinación con El Paso, había coaccionado la confesión. Sin embargo, el máximo tribunal penal de Texas sostuvo que el error era “inocuo” porque, según su lectura, el veredicto habría sido el mismo aun sin ese documento. La paradoja quedó escrita en blanco y negro.
Así empezó una espera que se estiró más que una condena: más de 40 años en una celda de dos por tres metros, bajo luz artificial, con una ejecución siempre posible y siempre aplazada. En ese tiempo, organizaciones de derechos humanos, periodistas e incluso exfuncionarios cuestionaron el proceso: una confesión viciada, testigos poco confiables y la sombra de la coordinación transfronteriza para forzar una admisión de culpa. El expediente Fierro se convirtió en un ejemplo de cómo una mala práctica puede enquistarse durante décadas.
El giro judicial llegó muchos años después. En 2019, la Corte de Apelaciones Criminales de Texas anuló la sentencia de muerte de Fierro por un problema constitucional en las instrucciones al jurado sobre atenuantes (Penry error) y devolvió el caso para nueva sentencia. En enero de 2020, a falta de una nueva fase de pena, la condena capital fue conmutada por cadena perpetua. La base de arena sobre la que se había construido el “caso perfecto” empezaba a ceder.
Unos meses más tarde, se produjo la escena que nadie había imaginado posible: el 26 de mayo de 2020, tras más de cuatro décadas entre la muerte y la nada, César Fierro salió de prisión en libertad condicional y cruzó la frontera para reunirse con su familia en México. Fue el resultado de una combinación de decisiones: el fallo de la corte estatal, el clima de revisión de casos emblemáticos y la propia valoración de autoridades penitenciarias.
La evidencia histórica sobre las amenazas y la detención ilegal de sus familiares no era ya una sospecha periodística: para entonces figuraba detallada en resoluciones y en informes de organizaciones internacionales. Durante años, expedientes y cartas oficiales habían descrito el proceder coordinado entre policías de dos países, un atajo que violentó garantías básicas y permitió que una declaración espuria sostuviera una condena capital. La liturgia del corredor de la muerte se había alimentado de un papel obtenido a golpes de miedo.
La última pieza del rompecabezas llegó en 2021: la Fiscalía del Condado de El Paso se presentó ante el tribunal y desestimó formalmente el caso de homicidio contra Fierro, poniendo fin a un proceso que había nacido con una firma arrancada bajo coacción. Cuatro décadas después del disparo que mató a Castañón, el expediente penal contra César quedó clausurado. Su historia ya no era la del “reo más antiguo del corredor de la muerte en Texas”, sino la de un hombre al que el sistema llevó al límite durante media vida.
El caso Fierro dejó al descubierto varias fallas: la fragilidad de las salvaguardas ante interrogatorios transfronterizos, la tendencia a blanquear defectos de origen con doctrinas de “error inocuo” y la inercia institucional que retrasa rectificaciones evidentes. También recordó algo más incómodo: que el castigo más cruel puede no ser la ejecución, sino la suspensión indefinida de la existencia entre barrotes por una verdad judicial levantada sobre amenazas.
“Pasé mi vida esperando la muerte… y cuando llegó la libertad, ya no sabía cómo vivir”, se le escuchó decir tras su salida. Más allá de la cita, el eco es innegable: cuando el Estado fabrica culpables con miedos ajenos, la justicia tarda en llegar y a veces llega cuando la vida ya pasó de largo. El nombre de César Fierro queda como advertencia: nunca una confesión debería valer más que los derechos que se pisotean para obtenerla.
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