Los captores eran Hiroshi Miyano (18), Jō Ogura (17), Shinji Minato (16) y Yasushi Watanabe (17); usarían la casa familiar de Minato como guarida. Forzaron a Junko a llamar a su madre para fingir que se había ido por voluntad propia, y cuando los padres de Minato estaban presentes, la obligaban a hacerse pasar por su novia. Entre finales de noviembre y principios de enero, la sometieron a palizas, violaciones grupales y humillaciones crecientes, en un cautiverio que las fuentes oficiales sitúan en 40 días (a menudo citado popularmente como “44”).
El 25 de mayo de 1968 —años antes, en otro caso— Newcastle aprendería a desconfiar de la calma; Japón lo hizo con Ayase en 1988–89. La violencia contra Junko escaló por ciclos: golpizas cuando intentó escapar, quemaduras con mechero y líquidos inflamables, privación de alimento, inhalación forzada de disolventes y la utilización de objetos como instrumentos de tortura. El forense describiría después un deterioro físico extremo, compatible con semanas de agresiones y desnutrición.
El 4 de enero de 1989, tras una noche de juego y alcohol, Miyano descargó su ira contra Junko: cera ardiendo, golpes con un balón de hierro, fuego sobre su piel. La agresión duró horas; a las 10:00, Junko dejó de moverse. En menos de un día, los jóvenes envolvieron el cuerpo, lo introdujeron en un tambor metálico, vertieron cemento y lo abandonaron en un solar de Kōtō (Tokio), en la isla artificial de Wakasu. Allí quedó su verdad, sellada, hasta que la policía la recuperó semanas después.
La investigación conectó piezas: desaparición en Saitama, cautiverio en Adachi, tambor en Kōtō. La identidad de los agresores —protegida inicialmente por su minoría de edad— fue revelada por la prensa sensacionalista, que argumentó que la magnitud del crimen invalidaba el anonimato. En 1990, los cuatro fueron hallados culpables de secuestro con fines sexuales, detención ilegal, violación, agresión, asesinato y abandono de cadáver. En 1991, el Tribunal Superior de Tokio elevó varias de las penas en apelación.
Las condenas finales —muy discutidas— quedaron así: Miyano, de 17 a 20 años (máximo típico antes de la cadena perpetua); Ogura (luego Jō Kamisaku), 5–10 años; Minato, 5–9 años; Watanabe, 5–7 años. Los padres de Miyano vendieron la casa y abonaron 50 millones de yenes de indemnización a la familia de Junko. La diferencia entre la brutalidad del caso y los años de cárcel —por el marco de justicia juvenil de la época— alimentó una ola de indignación nacional.
Con el tiempo, el expediente mostró ramificaciones: antes y durante el cautiverio de Junko, el grupo había atacado a otras jóvenes en Adachi, lo que consolidó el patrón depredador y el uso de la casa como centro de operaciones. Ese contexto desmontó la coartada de “broma” o “exceso” juvenil y subrayó la continuidad criminal previa.
La memoria pública en Japón bautizó el caso con un nombre frío y exacto: “la estudiante de secundaria encajonada en concreto” (女子高生コンクリート詰め殺人事件). La etiqueta técnica —que remite al tambor— no alcanza a nombrar lo esencial: el abandono comunitario (vecinos que oyeron ruidos, una familia que no denunció por miedo al propio hijo), y las fallas sistémicas para detectar y frenar a tiempo violencias que parecían “domiciliarias”.
Décadas después, el caso sigue reabriéndose en reportajes, libros y debates sobre delincuencia juvenil, anonimato judicial y reforma penal. En revisiones periodísticas recientes, se lo cita como “el peor crimen juvenil de la posguerra” y se vuelve al mismo dilema: cómo equilibrar la protección legal de menores con la proporcionalidad ante atrocidades que sobrepasan cualquier estándar.
En el centro, permanece Junko Furuta: hija, amiga, estudiante que ahorraba para un viaje de graduación. Su nombre resume una advertencia: el horror no siempre habita callejones; a veces se instala en una habitación del segundo piso con padres al lado y paredes delgadas. Aquella adolescente pidió ayuda sin voz durante 40 días; hoy su historia se cuenta para que ninguna otra quede sellada en cemento.
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