La curva que la tragó — Maura Murray, 2004

La tarde del 9 de febrero de 2004, la estudiante de enfermería Maura Murray, 21 años, condujo su Saturn oscuro por la Route 112 (Wild Ammonoosuc Road), en Haverhill/Woodsville, New Hampshire. Su coche terminó con el morro en un banco de nieve, sin grandes destrozos externos pero con los airbags desplegados. Un vecino —conductor de autobús escolar— se detuvo a ayudar; Maura dijo que estaba bien y que ya había llamado a asistencia, algo imposible porque no había cobertura. El hombre avisó a la policía desde su casa. Cuando la patrulla llegó minutos después, el Saturn seguía allí con las luces parpadeando. Maura había desaparecido.

Dentro del vehículo hallaron ropa, libros, productos de aseo, una caja de vino dañada y una botella con líquido rojizo que olía a alcohol. No había sangre ni indicios claros de una salida a la carrera. El motor aún estaba tibio. En el tubo de escape alguien había colocado un trozo de tela, detalle que alimentó, con los años, más preguntas que respuestas: ¿intento improvisado de “tapar” un fallo del coche o parte de un plan para forzar la avería y detenerse?

Las horas previas dibujan un prólogo inquietante. Días antes, Maura había tenido un choque menor con el coche de su padre en Massachusetts y se la notaba exhausta. El mismo 9 por la tarde retiró efectivo en un cajero, compró alcohol y envió correos a profesores alegando una “emergencia familiar” para ausentarse una semana —emergencia que su familia desconocía. También consultó mapas y alojamientos al norte. Todo sugiere que planeaba alejarse unos días, quizá hacia New Hampshire o Vermont. No le contó a nadie adónde iba.


A las pocas horas del siniestro comenzó una búsqueda que marcaría un antes y un después en los casos de desaparecidos de EE. UU. Equipos caninos siguieron su rastro unos cientos de metros carretera abajo hasta que, de golpe, se perdió junto al asfalto, como si hubiera subido a un vehículo. Se registraron bosques, riberas y casas desocupadas; nada. El frío, la noche y la nieve jugaron en contra desde el primer minuto.

Las primeras teorías oscilaron entre dos polos: que Maura se marchó por voluntad propia para “resetear” su vida por unos días, o que aceptó (o fue forzada a entrar en) un coche y se convirtió en víctima de oportunidad en una carretera casi sin tráfico. Años después, ningún escenario ha podido probarse. Su teléfono no volvió a encenderse, sus cuentas no tuvieron actividad y no existe registro fiable de avistamientos posteriores.

La investigación posterior reconstruyó una cronología granular: el correo a profesores, la retirada de efectivo, las compras de alcohol, la salida hacia el norte, el choque leve en la 112, el breve intercambio con el vecino, el lapso de minutos hasta que llegó la policía y el vacío. Nada en el interior del Saturn —maleta, útiles, comida— explicaba una marcha a pie larga en la noche helada. Nada en el lugar mostraba huellas nítidas alejándose por la nieve.


Con el tiempo, el caso devino fenómeno cultural: foros, podcasts, documentales, hipótesis que se bifurcan. Hubo registros en viviendas cercanas donde perros cadavéricos marcaron posibles indicios; excavaciones y georradar en sótanos con “anomalías” que no cuajaron; restos óseos encontrados en 2021 en otra zona montañosa que el ADN descartó como pertenecientes a Maura. Cada esperanza trajo su propia desilusión.

La familia jamás dejó de empujar. Su padre, Fred, y sus hermanos organizaron vigilias y batidas anuales, presionaron para revisiones periciales con tecnología nueva y mantuvieron vivo el expediente en listas federales de desaparecidos. Dos décadas después, la ficha oficial continúa abierta: persona desaparecida, circunstancias indeterminadas. No hay sospechosos formales. No hay escena secundaria del crimen. Solo una cuneta helada y un coche inmóvil.

El símbolo del misterio sigue siendo esa curva de la Route 112: un tramo corto, un margen de minutos y un silencio que no se ha roto. Ni fuga verificable, ni accidente mortal confirmado, ni rastro de coerción demostrable. Solo un itinerario mental —cansancio, vergüenza, necesidad de huir unos días— que pudo cruzarse con lo imprevisible en la peor carretera posible.


Porque a veces el terror no es un monstruo en la noche, sino un hueco en la narrativa que nadie logra cerrar. Maura salió en busca de aire frío y encontró una pausa permanente en la historia. La pregunta se mantiene, intacta, en el borde del bosque: ¿se perdió sola… o alguien la apagó del mapa?

Y entonces, otra más, que duele igual: ¿cuánto puede tragarse una carretera desierta antes de que deje de devolvernos a los nuestros?

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