La Mussara, niebla y un hombre: el enigma de Enrique Martínez (Tarragona, 16 de octubre de 1991)

Miércoles, 16 de octubre de 1991. Enrique Martínez Ortiz, 36 años, granadino afincado en Tarragona, sube a la sierra de La Mussara con tres amigos para buscar setas. Conocen los cortafuegos, los barrancos y el repechón junto al repetidor de televisión. Gritan de cuando en cuando para no perderse. De pronto, una voz deja de responder. La de Enrique. Nunca volvió a contestar. 

El grupo se reagrupa y recorre a contrarreloj los puntos habituales. Encuentran la cesta de mimbre: dentro, solo una seta. No hay signos de forcejeo ni rastro de caída. El coche de Enrique continúa aparcado donde lo dejó, con la documentación, el tabaco y su medicación. El camino de vuelta existe; la pista de Enrique, no. 

A partir de esa tarde-noche, la montaña se llena de luces. Guardia Civil, efectivos del Ejército, voluntarios, perros de búsqueda y batidas sistemáticas peinan cortados, dolinas, cuevas y laderas. Días, luego semanas. Nada: ni prendas, ni huellas, ni un giro de tierra removida. El parte al final repite la frase que nadie quiere leer: sin resultados. 


El expediente fija lo único firme: último contacto a escasos cientos de metros del repetidor, compañeros a la escucha y una cesta hallada sin más rastro. El resto es niebla—literal y figurada—en una sierra famosa por encapotar de golpe y desorientar a cualquiera que se salga del trazo. Aun así, los equipos trabajaron con visibilidad y mapas; la montaña no devolvió nada. 

Con los años se asentó una narrativa paralela: La Mussara “maldita”—pueblo abandonado, campanario roto, leyendas de pasos que se oyen sin ver a nadie. Parte de la prensa de misterio recogió rumores sobre figuras encapuchadas en la vieja iglesia de Sant Salvador. La investigación oficial, sin embargo, no acreditó presencia de terceros ni ritos; son ecos del lugar, no hechos probados. 

¿Accidente, desorientación súbita, caída en sima? Los técnicos ya contemplaron ese abanico en 1991. La ausencia total de indicios (ni sangre, ni rotura de vegetación, ni señales de arrastre) es lo que vuelve al caso diferente a otros extravíos en alta sierra. Para los expertos, lo excepcional no es perder la senda; lo excepcional es no dejar rastro alguno. 


Otra hipótesis sin pruebas finales: intervención de terceros fuera de foco. Quienes la sostienen apuntan al escenario mínimo—un encuentro breve, una maniobra rápida—aprovechando el aislamiento de ciertos collados. A día de hoy, no existen elementos forenses que lo avalen más allá de la conjetura; por eso el caso figura aún como desaparición no esclarecida. 

Treinta y tantos años después, no se halló cuerpo ni pertenencias nuevas. La cronología y los puntos de búsqueda han sido recontados en prensa local y en recordatorios periódicos: miércoles 16 de octubre, salida con amigos, cesta con una sola seta, vehículo intacto y batidas estériles. Nada más sólido ha aparecido desde entonces. 

La Mussara sigue recibiendo visitantes por sus ruinas y su fama. Conviene recordarlo: las leyendas no son el caso. El caso es un hombre de 36 años que dejó de responder a unos metros de sus amigos y se disolvió en la montaña sin dejar señal. Esa precisión —fechas, lugares, objetos— es la que separa la crónica de la fábula. 


Para la familia de Enrique, el tiempo no es literatura: es espera. Él salió por setas y la montaña, hasta hoy, se guardó el secreto. Si algún día esa tierra cede una pista —una hebilla, una suela, un hilo—, el mapa volverá a dibujarse. Mientras no ocurra, La Mussara seguirá siendo ese sitio donde una cesta quedó con una sola seta… y un nombre falta en la vuelta a casa. 

“En la cesta quedó una seta; en la memoria, un hombre. Y en la sierra, una pregunta que no aprende a envejecer.”

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