El caso estalló desde el inicio por sus contradicciones. Durante su detención (enero de 2019) y la larga instrucción, Díaz encadenó versiones: que la encontró muerta y se asustó; que no recordaba; que solo quiso deshacerse del cuerpo. Ya entonces admitió lo indecible: quemó parcialmente restos en una barbacoa y los arrojó al mar. Negaba matarla, pero su relato se sostenía sobre fuego y agua.
La causa avanzó con un hilo tenso: libertad provisional en enero de 2023 al agotarse el tope de prisión preventiva sin juicio (cuatro años), y, cinco meses después, juicio con jurado en Las Palmas. Allí llegó el giro final: el 2 de junio de 2023 la defensa anunció que aceptaría los hechos; el acusado admitió haber matado a Romina y deshacerse del cadáver. El “no recuerdo” se convirtió, por fin, en reconocimiento.
El jurado emitió su veredicto el 6 de junio de 2023: culpable de homicidio, maltrato habitual, dos lesiones en el ámbito de la violencia de género, profanación de cadáver y simulación de delito. No apreció asesinato con alevosía —faltaba prueba directa del momento exacto de la muerte—, pero sí agravantes de parentesco y género en el homicidio y un patrón de violencia continuada.
La sentencia llegó el 9 de junio de 2023 y fijó una pena total de 15 años, 9 meses y 4 días: por homicidio (12 años, 6 meses y 1 día, con agravantes y atenuante de reparación del daño), maltrato habitual (1 año, 9 meses y 1 día), dos lesiones (6 meses y 1 día; 9 meses y 1 día), profanación de cadáver (3 meses) y simulación de delito (multa de 1.080 €). Es, a día de hoy, la versión judicialmente probada de lo que ocurrió aquella madrugada.
Más allá del fallo, el proceso dejó estampas que explican la indignación social: la denuncia tardía, los cambios de relato, las señales de quemas y limpieza, y la constatación de que Romina ya había denunciado malos tratos antes de morir. La defensa intentó mantener la tesis del hallazgo del cuerpo, pero el patrón de violencia y la confesión final durante el juicio desarmaron esa coartada.
Desde el principio, la investigación convivió con el mar. Trozos de una historia fueron apareciendo en playas de Lanzarote, lo bastante para identificar, nunca suficiente para recomponer el cuerpo. Ese vacío forense explica por qué el tribunal se inclinó por homicidio y no por asesinato: sin escena del crimen completa ni tiempo de muerte exacto, la alevosía no pudo acreditarse más allá de toda duda razonable.
La dimensión pública del caso también tuvo su curva. En enero de 2023, cuando el acusado recuperó la libertad por el límite legal de preventiva, hubo protestas y preguntas a la Administración de Justicia; cinco meses después, con el jurado y la condena, se impuso el alivio amargo de la verdad judicial. El itinerario reveló, otra vez, la tensión entre tiempos procesales y tiempos del duelo.
Para quienes la quisieron, Romina no es una sentencia: es una foto con una sonrisa amplia y una migrante que llegó a Canarias buscando futuro. Para la crónica, es una víctima de violencia machista cuyo caso recordó que el intento de borrar pruebas puede aplazar la verdad, no evitarla. Fuego y agua no fueron olvido; fueron pistas. Y, al final, un jurado las nombró una por una.
“No buscamos venganza, solo justicia”, dijo su familia. Ese deseo ya está escrito. Lo que queda es memoria: que su nombre se repita cuando alguien tarda nueve días en denunciar, cuando alguien cambia de versión, cuando alguien pretende limpiar lo que no se puede limpiar. Porque Romina no “se fue enfadada”; la mataron, la quemaron y la tiraron al mar. Y la isla —por fortuna— no olvidó.
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