Son las 7:30 h, dicen. La amiga la espera en la esquina. Natalia no aparece. En la escuela notan la ausencia; en casa, la hora se vuelve un reloj con agujas torcidas. En la primera reconstrucción, un testimonio habla de un auto rojo, un hombre desconocido, un movimiento brusco. Pero el dato, frágil desde el origen, no resiste el paso del tiempo: el testigo fallece, el vehículo jamás queda identificado con certeza, y el barrio aprende el peso de una sombra que ya no se va.
La denuncia en comisaría activa un movimiento urgente: patrullajes, preguntas puerta a puerta, controles sobre rutas de salida, avisos en radios locales. En las primeras 48 horas se revisan baldíos, descampados, arroyos y galpones. No hay bicicleta, no hay prendas, no hay huellas. Solo el eco de una esquina donde dos niñas debían encontrarse y solo llegó el vacío.
Con los días llegan los carteles y la foto de Natalia multiplicada en negocios, postes y ventanillas de colectivos. Después, llamados anónimos, pistas que llevan a ninguna parte, “apariciones” que se deshacen al primer contraste. La familia recorre hospitales, pasos fronterizos, terminales. Paraguay —tan cerca— aparece en cada conversación como posibilidad y amenaza. Se cruzan números de chasis, se pinchan líneas, se hacen ruedas de reconocimiento. Todo se convierte en “no concluyente”.
La hipótesis de una captación por redes dedicadas a la explotación de menores se instala temprano, como ocurre en tantos casos de niñas desaparecidas en los 90. No hay pruebas firmes, tampoco un hilo que pueda hacerse nudo en un juzgado. Solo indicios que, sumados, dibujan una posibilidad tan plausible como indemostrada. La causa, con los años, entra y sale de los cajones: cambios de instructores, pedidos de la familia, oficios a provincias vecinas, alertas en organismos nacionales. El expediente engorda; la verdad, no.
El tiempo agrega herramientas: retratos de progresión de edad, digitalizaciones, bases compartidas. La ficha de Natalia circula por organizaciones civiles y listados oficiales. Cada aniversario trae una batida, una nota en el diario local, un “si viste algo, llamá”. El barrio vuelve a contar la historia como si contándola pudiera torcerla: la abuela, la esquina, la amiga, la bici. Y otra vez el auto rojo que nadie puede probar.
En la casa se aprende a vivir con lo que falta. La madre, Yolanda Noemí Falcón, se convierte en presencia fija en marchas y programas de radio, en voz que no deja de nombrar a su hija. Insiste en que alguien la vio, que alguien sabe, que el silencio también es una forma de herida. Su certeza —“mi hija está viva en algún lugar”— no es consuelo: es combustible.
Treinta años después, el caso de Natalia Soledad Falcón sigue siendo un agujero en la memoria correntina: una mañana de escuela que no terminó en aula, un barrio que se quedó sin esquina y una investigación que nunca encontró el punto donde empezar a cerrar. Las preguntas, en cambio, siguen ahí, clavadas como chinches sobre un mapa chico: ¿quién la subió? ¿dónde cambiaron de rumbo? ¿por qué nadie recuerda el detalle que falta?
A veces, lo más atroz no llega de noche ni entre gritos. Llega a plena mañana, con uniforme escolar, en una calle que todos caminan sin miedo. Y se lleva una vida en silencio, como si fuera normal.
Si estuviste en Barrio Nuevo aquella mañana de 1994; si viste un auto que no era de la cuadra; si conservás un dato que te pareció menor: hablá. Porque Natalia tenía 7 años, una bicicleta y una amiga esperándola en la esquina. Y corrientes —la ciudad y las de la memoria— todavía le deben el camino de vuelta.
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