Los hermanos Orrit: la noche en que dos menores desaparecieron de un hospital de Manresa (1988)


Era la noche del 4 al 5 de septiembre de 1988 en Manresa. En el Hospital Sant Joan de Déu ingresaron dos hermanos: Isidre Orrit, 5 años, por una reacción a la penicilina tras unas anginas; y su hermana mayor, Dolors, 17, que se quedaba con él para cuidarlo. Una habitación compartida, una ventana cerrada, un pasillo tranquilo. La familia se fue a casa con la certeza de que allí dentro estaban a salvo.

Al amanecer, esa certeza se hizo añicos. Cuando la madre volvió al hospital, la cama de Isidre estaba vacía. La de Dolors, también. No había ruidos extraños en la noche, nadie escuchó un grito, ninguna puerta forzada. La habitación estaba en orden. Solo faltaban ellos. El silencio empezó a sonar como una alarma que nadie sabía apagar.

Las primeras horas —las decisivas— fueron, también, las más confusas. Se recogieron pertenencias antes de acordonar nada: ropa, una funda con gafas que luego se supo no eran de Dolors. El hilo de la escena se rompió donde debía empezar. El tiempo, que siempre corre en contra, ese día echó a andar sin mirar atrás.


Llegaron los perros. Marcaban un rastro que salía de la habitación y cruzaba el hospital hasta urgencias… y allí se desvanecía. Guardia Civil, Policía Nacional, Mossos y Policía Local montaron un operativo conjunto: estaciones, carreteras, casas abandonadas, patios, tejados. No hubo huella, ni cámara, ni billete. Un vacío impecable.

Las hipótesis crecieron como maleza. ¿Fuga voluntaria? No encajaba con Isidre. ¿Secuestro familiar? Se miró hacia la rama paterna, con raíces en Portugal. ¿Alguien plantó las gafas para despistar? ¿Alguien los sacó andando, sin levantar sospecha, a la hora exacta en que los pasillos son de nadie? El hospital, cuestionado, mantuvo la línea fría: sin anomalías, sin explicación.

Conviene recordar dónde estábamos en 1988: sin circuito cerrado de cámaras, con controles de acceso laxos, plantillas nocturnas mínimas, visitas que no siempre quedaban registradas. Un edificio vivo, poroso. Bastaba un gesto rutinario —una bata, un “soy de mantenimiento”, un “vengo a por el niño”— para abrir puertas que nunca debieron abrirse.


Luego vino la segunda herida: la jurídica. La causa se tipificó como rapto para Isidre y como inducción al abandono del hogar para Dolors. Años después, ambos delitos prescribieron. La vía penal se estrechó hasta apagarse. Quedó un expediente envejecido, preguntas sin peritar y la sensación brutal de que el tiempo también delinque.

La familia no se resignó. La hermana mayor, Mari Carmen, puso voz al “no vamos a olvidar”. Aparecieron testigos que antes callaron por miedo, pequeñas piezas nuevas que no encajaban en un puzle mal guardado. Documentales como Els Orrit devolvieron el caso a la conversación pública. Se pidió reabrir, revisar lo archivado, escuchar lo que no se escuchó. Del hospital, silencio administrativo: ningún informe interno hizo luz.

Mientras tanto, Manresa convirtió un apellido en susurro. “Els Orrit”. La calle Hernán Cortés, el camino al hospital, el pasillo que muere en urgencias: geografía íntima de una ciudad que aprendió a temer los huecos ciegos. Velas, aniversarios, promesas. Dos nombres que siguen pasando lista a quienes prefieren no mirar.

¿Cómo desaparecen dos hermanos de un hospital sin romper nada, sin dejar un rastro que aguante una lupa? ¿Quién cruzó aquella puerta con la tranquilidad de quien sabe que no le van a preguntar? ¿Cuántas verdades siguen atrapadas entre historias clínicas, partes de guardia y memorias que el miedo dejó en blanco? Porque lo más aterrador no es que la noche se los llevara… es intuir que alguien la ayudó.

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