Paco Molina: el chico que se desvaneció entre cámaras y verano

 

Era la noche espesa del 2 de julio de 2015 en Córdoba. Calor de azotea, risas que bajaban por los balcones, pasos que parecían no querer volver a casa. Paco Molina Sánchez, 16 años, salió con lo puesto y una promesa sencilla: “vuelvo pronto”. Un amigo, una vuelta, un rato. La clase de plan que no necesita explicaciones. La clase de salida que, en cualquier otro día, no habría dejado huella.

Las horas corrieron sin él. A medianoche, el móvil se apagó como una persiana. Llamadas que caían en vacío, mensajes que nadie leía, una madrugada que comenzó a oler raro. Al amanecer, la búsqueda ya era urgencia: primero familia, luego amigos, después la denuncia. Desde entonces —nueve veranos largos— el nombre de Paco sigue en presente porque no ha podido pasar a otra cosa.

Las primeras piezas del puzle apuntaron a la estación. Cámaras que captaron su figura —gorra, camiseta clara, mochila— y el rastro de un billete con destino Madrid que nunca se pudo confirmar en un asiento ocupado. Testigos que juran haberlo visto y otros que creen haberlo confundido. Después, el silencio técnico: ni tarjeta, ni llamadas, ni un nuevo inicio de sesión. Como si todo su mapa digital hubiese sido borrado a la vez.



La invesación se abrió como un abanico: albergues, estaciones, comisarías en media España, avisos anónimos, pistas internacionales que no pasaban el primer filtro. Con los años, ganó peso una hipótesis incómoda: captación a través de redes, promesas que pescan a contraluz, la posibilidad de trata o de manipulación digital que lo sacara de casa sin forzar cerraduras. En 2021 se reactivaron diligencias por esa vía. Ninguna certeza; demasiadas sombras.

Mientras tanto, sus padres, Rosa y Paco, aprendieron a vivir entre carteles y micrófonos. Pegaron su sonrisa en farolas, llamaron a puertas que a veces se abrían y a veces no, entraron en platós, despachos y concentraciones. Hicieron de una frase su bandera —“Hasta que sepamos la verdad, no dejaremos de buscar”— y de la constancia, oficio. Córdoba se acostumbró a verlos erguidos donde otros se desfondan.

Hay un “hueco ciego” en toda desaparición: unos minutos, unos metros, una esquina que el primer día no enseñó su secreto. ¿Hubo un acompañante que no mira a cámara? ¿Un vehículo que entró y salió en el ángulo muerto? ¿Una conversación que comenzó en un chat y acabó en un andén? El expediente colecciona preguntas que solo parecen sencillas desde fuera; por dentro, cada una toca cables que no conviene romper.



El tiempo no cura; organiza el dolor. La habitación de Paco —posters, cama tendida, un trozo de adolescencia en pausa— sigue siendo el lugar donde la familia entra de puntillas. La web y las redes que llevan su nombre siguen activas, amplificando cualquier hilo que merezca ser tirado. El caso, oficialmente abierto, respira al ritmo de las novedades: semanas de calma, sobresaltos que encienden otra vez la esperanza.

Córdoba lo recuerda como era: sociable, alegre, con la cabeza llena de ideas y la vista puesta en el diseño. Un chico de barrio que salía con confianza y volvía con historias. En verano, cuando el bochorno baja lento por las fachadas, hay quien mira la calle y piensa que aquella noche de 2015 no fue distinta a esta… salvo por un detalle que nadie supo ver.

¿Cómo puede borrarse alguien en un país de cámaras, teléfonos y geolocalizaciones, sin dejar detrás un recibo, un testigo, una luz encendida? ¿Qué tan fácil es, en realidad, apagar un rastro si el primer minuto se pierde, si el primer cruce no se mira, si el primer dato no se guarda?



Porque lo más aterrador no es solo que un menor desaparezca en un trayecto cotidiano. Lo más aterrador es esa certeza que a veces se susurra en voz baja: que alguien, en algún lugar, sabe cómo terminó la promesa de “vuelvo pronto”… y todavía no lo ha dicho.

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