A las 16:30, según los primeros partes, fue vista por última vez en la puerta del domicilio que compartía con su marido. No hubo discusiones, ni prisa, ni nada que presagiara un giro trágico: solo la rutina breve de una vecina que se mueve en un radio que conoce de memoria. Y, de golpe, el vacío.
La alerta se activó de inmediato. Voluntarios, familiares y cuerpos de seguridad rastrearon los alrededores: ramblas, lindes de olivares, carriles de tierra, acequias y cortijos próximos. En cuestión de horas, el rumor del campo se mezcló con motores, ladridos y pasos sincronizados sobre matorral. No apareció un pañuelo, una huella útil, nada que anclara una cronología.
La búsqueda creció al día siguiente y se sostuvo durante jornadas enteras. Sobrevoló un helicóptero, se desplegaron patrullas de Guardia Civil, Policía Local de Turre y Protección Civil; se sumaron Bomberos del Levante y efectivos del 112. El dispositivo se amplió por barrancos y vaguadas donde la visibilidad se rompe a pocos metros. La montaña, sin embargo, no devolvió respuesta.
La familia y vecinos describían a Lucía como una mujer menuda, de pasos cortos y previsibles. SOS Desaparecidos difundió sus rasgos: 1,57 m de estatura, unos 50 kg, cabello corto y rizado oscuro, ojos marrones. Una descripción sencilla que, con el tiempo, se transformó en consigna: “si la ves, llámanos; cada minuto cuenta”.
Los primeros días se priorizó la hipótesis accidental: desorientación súbita y caída en zona complicada. El entorno, en cambio, jamás descartó la intervención de terceros: perderse a escasos metros del hogar, sin dejar rastro, parecía una explicación frágil. Con el paso de las semanas, ninguna línea se impuso a la otra; todas quedaron abiertas y, a la vez, erosionadas por la falta de indicios materiales.
Con el calendario avanzando, las batidas se redujeron y la noticia pasó del directo al recuerdo insistente. La Vanguardia, vía EFE, lo resumió con frialdad: “infructuosa” búsqueda de una mujer de 78 años con alzhéimer en Royo Morera. La palabra dolía porque era exacta.
Años después, el caso sigue sin cierre. No hay hallazgo, ni escena, ni prueba que explique qué sucedió entre la puerta de su casa y el primer giro del camino. En las fichas de asociaciones y perfiles de redes sociales, su fotografía continúa activa: una manera de impedir que la niebla administrativa archive lo que el monte no quiso explicar.
La pregunta que ronda cada aniversario es siempre la misma: ¿cómo puede desaparecer alguien en un trayecto de minutos, en un lugar donde todos se conocen? La respuesta, si existe, está en una memoria que aún no habló, en un detalle que alguien vio y no supo medir, en una coincidencia que no se cruzó a tiempo con quienes la buscaban.
Lucía tenía 78 años. Salió a dar un paso que había dado mil veces. Y el sendero—ese pedazo de mundo que creía suyo—se la guardó. Si viste algo aquel 22 de octubre de 2016, por pequeño que parezca, tu recuerdo importa: puede ser la pieza que devuelva a su familia lo único que piden desde entonces—una verdad que, por fin, les permita descansar.
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