Vestía pantalón vaquero y camisa blanca, sin gorra, con gafas. Su descripción física —1,65 de estatura, unos 65 kilos, pelo corto y rizado oscuro, ojos marrones— quedó consignada en los carteles que empezaron a circular en la comarca apenas se entendió que no era un simple retraso, sino una desaparición.
El rastro se detuvo entre calles de piedra y senderos que el monte va cerrando con paciencia. El teléfono dejó de dar señal, no hubo mensajes, ni compras, ni una cámara que dibujara un trayecto claro. En pocos minutos, la rutina de una tarde se convirtió en un vacío que ya no supo regresar a casa.
La primera reacción fue buscar: familia, vecinos y autoridades peinaron pistas, cunetas y arroyos; se revisaron accesos, bordes de pistas forestales y viejos pasos de ganado. El terreno —quebrado, con umbrías que ocultan huellas— no devolvió ni una prenda, ni un objeto, ni un indicio que sirviera de hilo para empezar a tirar.
La alerta de SOS Desaparecidos fijó los datos esenciales —se difundió como caso activo, con foto y señas particulares— y la comarca sumó ojos. En pueblos pequeños la memoria es un mapa: se preguntó en bares, gasolineras y fincas, se cotejaron horarios y se repasó quién vio qué y a qué hora, por si una coincidencia mínima encendía una línea de tiempo.
Desde el inicio, las hipótesis caminaron en paralelo. La primera: desorientación o accidente en entorno agreste, frecuente cuando la luz cae y el bosque iguala los caminos. La segunda: intervención de terceros, difícil de sostener sin indicios pero imposible de descartar mientras no aparezca una explicación mejor. Ninguna ganó fuerza; ambas siguen en el tablero.
También jugaron en contra los factores que siempre complican estos casos: la falta de cobertura en tramos del valle, la casi inexistencia de cámaras públicas, lo fragmentario de los testimonios cuando transcurren las horas críticas. La montaña guarda, la noche borra, y el día siguiente ya llega con huellas vencidas.
Con el paso de las semanas, la búsqueda cambió de escala: de lo intensivo a lo sostenido. Se revisaron cauces en bajo caudal, casetas y corrales, se repitieron itinerarios con ojos nuevos. No hubo hallazgos, pero tampoco señales que permitieran cerrar la puerta: cada aniversario reabre la pregunta y vuelve a poner su foto en escaparates y redes locales.
Hoy el caso sigue abierto. No hay una conclusión pública que diga qué pasó, ni una evidencia que permita escribir la palabra final. Lo único cierto es la ausencia y el esfuerzo de una comunidad que no quiere acostumbrarse a ella, porque en lugares así acostumbrarse siempre es una forma de perder.
Si estuviste en Rabanera o en sus accesos aquel 27 de marzo de 2024 y recuerdas un detalle —una hora, un cruce, un saludo que ahora cobra sentido—, ese dato importa. A veces la pieza que falta no es espectacular: es una referencia pequeña que encaja con otra y, juntas, encienden el camino de regreso.
Adolfo tenía 67 años, una camisa blanca y la costumbre de volver; el bosque, aquella tarde, decidió guardarse su sombra. Y hasta que aparezca una verdad que lo explique, su nombre merece seguir andando de boca en boca para que la montaña, al fin, devuelva lo que tomó.
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