Malén Zoe Ortiz: 500 metros de sombra

Era lunes, 2 de diciembre de 2013, en Calvià (Mallorca). Malén Zoe Ortiz, 15 años, salió del instituto con un plan sencillo: comer en casa de su novio. Patinete verde, camisa de cuadros, la prisa mansa de quien sabe el camino de memoria. Nada anunciaba que aquel trayecto cotidiano iba a romperse para siempre.

Tomó un autobús y bajó en la “rotonda de los Piratas”, en Magaluf. Desde allí decidió completar a patinete el último tramo. Una cámara de un vivero la captó pasando; 500 metros más adelante, otra cámara ya no volvió a verla. Entre una y otra, un hueco ciego donde se la tragó la tierra. 

La isla se convirtió en un tablero de búsqueda: descampados, fincas, golf, acantilados. Se rastrearon lagos artificiales y márgenes de carretera. La hipótesis que prendió con los años fue la del abordaje silencioso: un varón que se ganó su confianza, sin gritos, sin forcejeo, en un punto con patrullas cerca y ojos que no vieron. 


Pasaron los meses, pasaron los años. Carteles reimpresos, velas encendidas, la misma foto en farolas y perfiles de redes. La familia sostuvo el pulso cuando la marea mediática bajó: cada aniversario, el mismo reclamo—“prohibido olvidar”—y la misma pregunta que no afloja.

En marzo de 2023, la Guardia Civil reactivó el dispositivo y excavó una finca próxima al punto de desaparición. Perros, retroexcavadoras, cintas amarillas. Nada concluyente… pero el caso volvió a latir. 

En 2024, un juez reimpuso el secreto de sumario y la investigación se bifurcó en dos líneas discretas. No hubo nombres públicos, sí reuniones, seguimientos, llamadas. La maquinaria se rearmó en silencio, con la promesa tácita de que aún quedaban hilos por tirar. 


Septiembre de 2025 trajo otro sobresalto: se investigó a un joven que dijo saber dónde estaba el cuerpo de Malén. Los agentes cribaron su relato, separaron ruido de dato. Sin conclusiones apresuradas; solo el recordatorio de que, incluso ahora, el caso respira bajo la superficie. 

Calvià es hoy un mapa de ausencias: la marquesina, la gasolinera, la rotonda, ese pasillo de 500 metros que ya nadie recorre sin mirar atrás. En los muros quedan peces de tiza, la fecha, el nombre: Malén Zoe Ortiz. En las manos de su gente, la tozudez de no soltar la cuerda.

¿Cómo puede desvanecerse una adolescente entre dos cámaras, en minutos contados, sin una señal definitiva que cuente lo que pasó? ¿Quién la abordó —si es que alguien lo hizo— sin dejar rastro, sin eco, sin testigo?

Porque a veces la pesadilla no grita: susurra en un “hueco ciego” de la vida diaria. Lo más aterrador no es la oscuridad… es ese instante a plena luz en el que confías que nada puede pasar, y el mundo —de golpe— se queda sin ella.


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