La última imagen nítida es de una cámara de tráfico en la rotonda de “Pirates” (Sa Porrassa): Malén cruza con su patinete hacia Santa Ponça. Después de ese punto, silencio. No hay cámaras, no hay testigos fiables, no hay una curva peligrosa ni un acantilado inmediato. Solo un “espacio ciego” de pocos cientos de metros donde la cronología se rompe. Desde ese día, nada: ni llamadas, ni redes, ni movimientos bancarios. Solo un nombre que empieza a repetirse cada aniversario.
La Guardia Civil peinó pinares, torrentes y fincas, revisó alcantarillas, pozos y arcenes. Se revisaron teléfonos, entornos, itinerarios alternativos. La hipótesis que cobró fuerza con el paso de los meses fue la más helada: una sustracción en plena tarde, a plena vista, en un corredor sin cámaras. Las primeras batidas no dieron una sola pieza que encajara. Ni mochila, ni casco, ni patinete. Ninguna escena, ninguna despedida, ninguna pista que contar.
La familia se convirtió en vigilia. Carteles en farolas, comparecencias, entrevistas. En 2014 y los años siguientes, concentraciones en Calvià y Palma recordaron lo obvio: no hay desaparecidos “mediáticos”, hay desaparecidos. La madre, Natalia Rodríguez, sostuvo la luz cuando el sumario se apagaba y el calendario se hacía interminable. Cada diciembre, el mismo ruego: no olviden su nombre.
Con los años, el caso evitó dormirse del todo. Equipos especializados de la UCO revisaron escenarios y descartes, cruzaron patrones con desapariciones de la zona y reconstruyeron minuto a minuto los márgenes temporales entre el instituto, la rotonda y el destino que nunca llegó. La “pinada” de Santa Ponça —lugar de memoria para la familia— fue rastrillada más de una vez. Tampoco allí habló la tierra.
En 2024, la investigación volvió a apretar el nudo: se reabrieron diligencias bajo secreto y se activaron nuevas líneas, con agentes desplazados desde Madrid. No trascendieron detalles —la reserva es parte del método cuando el tiempo ha hecho su trabajo de borrar—, pero la confirmación oficial devolvió a la primera línea un expediente que nunca estuvo cerrado del todo. “Hay nuevas líneas de investigación”, repetiría la madre en el 11.º aniversario.
Detrás del expediente hay una geografía precisa: Son Ferrer, Sa Porrassa, la rotonda de “Pirates”, el corredor hacia Santa Ponça. Detrás, también, una cronología comprimida: salida del instituto sobre las 15:30; captura en cámara minutos después; desaparición en margen diurno y urbano. El caso desmonta mitos: no fue de noche, no fue en una carretera secundaria sin vida, no fue en un bosque infinito. Fue donde todos pasan cada día.
La isla no olvidó. Cada cierto tiempo, la prensa recuerda el video en el que Malén cruza la rotonda; cada tanto, alguien cree haberla visto. Las líneas de teléfono habilitadas para pistas siguen abiertas; las asociaciones de desaparecidos renuevan su ficha y vuelven a poner su rostro en las pantallas de cajeros y marquesinas. Las placas con su nombre, cuando alguien las arranca, vuelven a colocarse. Son pequeños actos de resistencia contra el silencio.
Once años después, la pregunta es un anzuelo terco: ¿qué pasó en esos pocos cientos de metros? La respuesta puede estar en un recuerdo aplastado por el tiempo, en una matrícula que no se apuntó, en un detalle mínimo que parecía irrelevante. Por eso, los investigadores insisten: si estuviste allí, si pasaste por ese corredor, si algo te extrañó —un coche detenido, una maniobra absurda, un gesto fuera de lugar—, habla. A veces, las verdades largas dependen de datos cortos.
Malén tenía 15 años. Un patinete, un casco blanco, una promesa de volver después de comer. La isla siguió girando; el reloj de su familia se quedó en las 15:30. Si sabes algo, por pequeño que te parezca, no lo guardes: para ella el tiempo corrió… y nosotros tenemos la obligación de alcanzarlo.
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