Marqueses de Urquijo: el doble asesinato que sacudió España (1980) — cronología del crimen, sospechosos y juicio


 

Madrugada del 1 de agosto de 1980, urbanización de Somosaguas (Pozuelo de Alarcón, Madrid). En la casa del Camino Viejo de Húmera, 27, el silencio es tan perfecto que parece pactado. Al amanecer, los marqueses de Urquijo, María Lourdes de Urquijo y Morenés y su marido, Manuel de la Sierra y Torres, aparecen acribillados en su dormitorio. Dos cuerpos, una cama, tres disparos de calibre .22 y ninguna señal de robo. El país amanecerá distinto. 

No eran dos desconocidos; eran poder, banca, apellidos viejos y agendas largas. La saga Urquijo, epicentro financiero desde finales del XIX, llevaba décadas cruzando despachos donde se hablaba en voz baja y se decidían cosas importantes. Por eso aquello no fue “un crimen más”: fue una grieta en la postal de la alta sociedad.

La escena desconcertó a los investigadores: dormitorio ordenado, tiros certeros, huida sin estridencias. Todo sugería un ejecutor que conocía bien la casa —y a quienes dormían dentro—. La pistola nunca apareció; el arma probable, una Star .22 LR de tirada escasa, se convirtió en un fantasma de acero rondando el sumario. 

El círculo de sospecha se contrajo pronto hacia el yerno, Rafael Escobedo Alday, casado con Miriam de la Sierra y Urquijo desde 1978 y ya separado de ella. En 1981 lo detienen tras hallarse en una finca familiar unos casquillos compatibles con los del crimen; luego desaparecerían, añadiendo sombra al enigma. Entre horarios, coartadas y silencios, Escobedo pasa de personaje secundario a protagonista indeseado.



A su alrededor, nombres propios orbitan como satélites: el amigo Javier Anastasio de Espona —señalado como posible acompañante la noche del 1 de agosto— toma un avión y desaparece de escena; el administrador, Diego Martínez Herrera, también vuela a Londres al día siguiente de la detención. Las piezas dan la impresión de moverse con una coreografía que nadie admite haber ensayado.

El juicio a Escobedo llega en 1983 con la expectación de un país pegado al televisor. Sin arma, con pruebas indiciarias y un relato que nunca termina de asentar, es declarado único autor y condenado a 53 años de prisión; el Supremo confirmará la sentencia en 1985. La etiqueta mediática queda sellada: “el crimen de los marqueses de Urquijo”. 

Pero la pesadilla no se cierra; se encona. En 1988, Escobedo aparece muerto en la cárcel: suicidio por ahorcamiento. Anastasio, el “amigo en fuga”, será finalmente beneficiado por decisiones judiciales que ponen fin a su persecución penal décadas después. La justicia firma un punto y aparte; la opinión pública, un signo de interrogación que no se borra. 

Desde entonces, las teorías compiten con los silencios: celos, dinero, venganzas cruzadas, lealtades rotas. Nada probado, mucho insinuado. El tiempo oxidó pruebas, apagó voces y dejó en pie la sensación de que aquella madrugada alguien caminó por la alfombra sin dejar huellas… o que las huellas se borraron con esmero. 



El caso se convirtió en tótem del true crime español: libros, reportajes y documentales reescriben el rompecabezas una y otra vez —de Matías Antolín a Miralles y Menéndez Flores—, siempre con la misma conclusión incómoda: conocemos el escenario, las víctimas y parte del reparto… pero el guion definitivo sigue incompleto.

Cuatro décadas después, el dormitorio de Somosaguas sigue siendo un eco: tres fogonazos en la oscuridad y un país aprendiendo que, a veces, lo que más asusta no es la sangre sobre las sábanas… sino la certeza de que el culpable que falta podría seguir sentado en algún salón, con el traje planchado y los recuerdos bien doblados. ¿Cuánto pesa un apellido cuando la verdad intenta abrirse paso? ¿Cuántas puertas blindadas necesita un secreto para seguir respirando?

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