Las Palmas de Gran Canaria, 30 de julio de 2006. Tarde de verano, luz oblicua, tráfico y risas adolescentes trepando por las fachadas del barrio de Schamann. Sara Morales, 14 años, sale de casa con vaqueros, camiseta blanca y bolso azul. “Voy al centro comercial La Ballena a ver a unos amigos”, dice. Cierra la puerta. La ciudad, sin saberlo, apaga una luz.
La distancia es mínima: diez minutos a pie. A las 19:40 la ven dejar el portal; a las 20:00 su teléfono se apaga. No hay cámaras que confirmen su llegada, no hay testigos sólidos que dibujen el tramo final. En un paseo breve, cotidiano, Sara desaparece entre semáforos y escaparates como si el suelo se abriera debajo de sus pasos.
La reacción es inmediata. Denuncia, alertas, carteles, batidas por barrancos y solares, helicópteros y unidades caninas peinando el norte de la capital. Buzos revisan cauces, equipos rastrean cunetas, vecinos organizan cuadrillas. La isla entera aprende su rostro: flequillo, sonrisa de verano, mirada que pide volver.
Las primeras horas descartan la huida voluntaria. En su cuarto queda todo lo que una adolescente no olvida si planea irse: dinero, documentos, planes para el día siguiente. Ninguna señal de ruptura, ninguna pelea. Su madre, Mila León, repite una certeza que atraviesa los años: “Sara no se fue. A Sara se la llevaron”.
La investigación levanta hipótesis y las rompe. Se revisan teléfonos, rutas, horarios, posibles vehículos; se interroga a entornos cercanos y a desconocidos que cruzaron por las calles de Schamann aquel domingo. El mapa policial señala puntos ciegos: esquinas sin cámaras, minutos sin coartadas, un trayecto demasiado corto para esconder tantos silencios.
En 2008 toma forma un nombre: Juan Francisco Vargas, alias “el Rubio de Arinaga”. Delincuente reincidente, investigado por delitos sexuales y por el secuestro de otra menor, su patrón podría encajar con la desaparición de Sara. Lo miran, lo acotan, lo persiguen. Pero muere en prisión en 2012. Y con él, parte de las respuestas.
No hay arma, ni escena, ni restos. No aparecen prendas ni objetos personales. Ninguna prueba material que cierre el círculo, ninguna confesión útil, ningún testigo que aguante el reloj de un juicio. La causa permanece en esa zona helada donde las preguntas pesan más que los sumarios.
Cada 30 de julio, Las Palmas enciende velas. Colegios, comisarías y redes vuelven a colgar su fotografía. Su madre convierte el dolor en altavoz contra las desapariciones de menores; el barrio de Schamann mantiene viva la parada exacta donde el tiempo se detuvo. La isla, entera, repite su nombre para que no se borre.
Hoy, el caso sigue sin resolver. La investigación permanece abierta a cualquier pista que permita reconstruir aquellos diez minutos de 2006. La tecnología ha cambiado, los protocolos también; la promesa es la misma: que una llamada, un detalle, un recuerdo arrinconado puedan poner por fin un punto final digno.
Porque Sara Morales tenía 14 años y solo iba a quedar con sus amigos. ¿Cómo se traga una ciudad a una niña en un tramo de acera? ¿Qué sombras aprenden a esperar justo donde creemos estar a salvo? En Gran Canaria, su ausencia no es un olvido: es una vigilia. Y hasta que haya verdad, nadie apaga la luz.
0 Comentarios