Los médicos dijeron que no pasaría de esa noche. Contra todo pronóstico, a los tres meses pudieron retirarle el respirador: respiraba sola. Pero la lesión cerebral era devastadora. Entró en estado vegetativo persistente (coma apálico), con daño cerebral estimado en un 95%, según contó su marido. La ciencia fijó el diagnóstico; el tiempo, la herida.
Angelo Farina, su esposo —se habían casado en junio de 1990, dieciséis meses antes del accidente—, decidió quedarse. No una temporada: tres décadas de visitas, flores, manos entrelazadas y palabras dichas al oído que quizá, tal vez, alguien escuchaba. “No fue un peso, porque la amaba”, diría después.
Con los años, Miriam fue atendida en centros de larga estancia. En marzo de 2023 la trasladaron al hospital San Bassiano (Bassano del Grappa) por un derrame pleural y complicaciones respiratorias. El 10 de mayo de 2023, su corazón se detuvo. Para Angelo fue dolor y alivio: “Por fin está en paz”.
En entrevistas, Angelo recordó que ambos tenían 26 años cuando todo se quebró. Admitió que nunca se sintió con derecho a “decidir por ella”, y dejó una reflexión que abrió debate: “Si hubiese existido testamento biológico, habría sido distinto”. Italia escuchó aquella frase como un bofetón a destiempo.
El caso no fue un crimen ni un misterio policial: fue un larguísimo duelo que expuso dilemas íntimos y públicos. ¿Cuándo termina el esfuerzo y empieza la obstinación? ¿Qué significa cuidar cuando el pronóstico no ofrece regreso? La historia de Miriam y Angelo convirtió la palabra “fidelidad” en resistencia y el cuidado cotidiano en una forma de amor polémica y, a la vez, incontestable.
Riese Pio X, Treviso y el Véneto la tuvieron presente como símbolo silencioso: la mujer que no volvió y el hombre que no se fue. La prensa recogió, año tras año, esa estampa —ramos nuevos, la misma silla, la misma voz—, mientras el país mudaba de siglo y de costumbres. En ese calendario inmóvil, 31 Navidades pasaron con un mismo deseo.
En términos médicos, un “vegetativo persistente” no es un coma profundo tradicional: hay ciclos sueño-vigilia y apertura ocasional de ojos, pero sin consciencia ni respuesta cognitiva. Por eso, la esperanza clínica es mínima cuando el daño es difuso y antiguo; la cronicidad no significa recuperación. Son matices que, fuera del hospital, suenan a léxico frío para un dolor caliente.
Para Angelo, no fueron “31 años de espera”, sino 31 años de presencia: cumpleaños sin velas, aniversarios sin brindis, palabras dichas a una frontera. Para Miriam, fueron 31 años de cuerpo vivo y mente ausente, una biografía detenida que terminó en una fecha concreta… aunque el adiós verdadero había empezado mucho antes.
Y quedan las preguntas que punzan más que cualquier diagnóstico: ¿hasta qué punto “vive” quien ya no puede volver? ¿Basta el amor para sostener una esperanza cuando la ciencia no promete retorno? ¿Cuántas Miriam permanecen hoy en habitaciones calladas, no olvidadas, pero invisibles? Porque a veces lo más aterrador no es la muerte… sino un sueño eterno que obliga a los vivos a aprender a despedirse sin irse.
0 Comentarios