El ataque fue con arma blanca y con una finalidad inequívoca: dañar a la madre a través de sus hijas. Tras matar a las niñas, el padre se suicidó. No hubo incendio, ni accidente: la escena fue un doble asesinato seguido de suicidio. La crudeza del caso paralizó a la ciudad y dejó un país entero sin aliento.
El horror no llegó sin avisos. Meses antes, la madre —Itziar Prats— había pedido protección. En su móvil quedaba la amenaza: “Me voy a cargar lo que más quieres”. La jueza denegó la orden de protección pese a las advertencias. El 25 de septiembre, la amenaza se convirtió en crimen.
Castellón salió a la calle. Hubo minutos de silencio, pancartas y flores con los nombres de Nerea y Martina. La imagen de la plaza Mayor llena de gente, de rabia y de duelo, quedó como un latigazo en la memoria colectiva: las niñas deberían haber estado a salvo.
Días después, Itziar rompió el silencio institucional: “Denuncié, me dijeron que no pasaría nada y mis hijas ya no están”. Su testimonio expuso fallos en la respuesta a las víctimas que piden ayuda. Un mes tras el crimen, su comunicado enumeró amenazas previas y peticiones ignoradas.
Años más tarde llegó el reconocimiento: el Estado admitió que falló en este caso de violencia vicaria y asumió responsabilidad. No repara la pérdida, pero traza una línea roja: no escuchar a tiempo puede ser letal.
En lo jurídico, conviene fijar un punto claro: no hubo juicio ni condena al autor —se quitó la vida—, de modo que no existe sentencia de prisión permanente revisable en este caso concreto. La verdad judicial llegó solo hasta donde pudieron llegar los forenses y los atestados.
En lo social, el caso obligó a mirar los protocolos de riesgo, la valoración urgente de las amenazas y la protección de menores en regímenes de visitas. La pregunta que duele no cambia: ¿qué más tenía que pasar para activar todas las alarmas? (Y, cuando se activan, ¿son suficientes?)
Itziar transformó el duelo en activismo. En entrevistas y foros ha denunciado la revictimización y la obligación de conciliar con agresores, una grieta que la práctica ha mostrado como intolerable para las víctimas y sus hijos. Su voz sigue empujando reformas y recordando nombres.
Queda el eco que no se apaga: Nerea y Martina. Dos niñas que debían crecer entre juegos y no entre autos judiciales. Dos vidas que nos obligan a no olvidar que, a veces, el monstruo no acecha en la calle, sino duerme bajo el mismo techo… y que la primera defensa es creer, proteger y actuar a tiempo.
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