Naiara Bravo: el crimen de Sabiñánigo (2017) — cronología de la tortura, investigación y condena a prisión permanente revisable



Sabiñánigo, Huesca, 6 de julio de 2017. Una tarde de calor, una casa familiar, una niña de 8 años que no sabía que aquel día su mundo se quedaría sin luz. Se llamaba Naiara Bravo y su “falta” fue no haber hecho los deberes; su verdugo, Iván Pardo, tío político, el adulto que debía cuidarla y que convirtió el hogar en un cuarto de castigo.

Naiara vivía con su madre en Zaragoza y pasaba temporadas en Sabiñánigo para asistir a clase en una escuela rural. En la vivienda compartían techo varios familiares, entre ellos Iván. Por fuera, rutina; por dentro, un régimen de “correcciones” que la niña aprendió a temer. Su risa tímida, sus dibujos, sus cuadernos: todo quedó después como un decorado vacío.

Las señales habían asomado antes. Algún moratón explicado con prisa —“es torpe”—, alguna somnolencia extraña, una mirada que baja al suelo cuando se pregunta demasiado. Los indicios de maltrato flotaban en el entorno sin llegar a cuajar en denuncia: pequeños avisos que hoy resuenan como un eco insoportable.


Aquel 6 de julio estalló el horror. Horas de tormento: golpes con cinturón, rodillas forzadas sobre arroz, arrastres por el suelo, mordazas improvisadas, sed y hambre por castigo. Cuando el cuerpo de Naiara dijo basta, Iván tardó en pedir ayuda. Cuando el 061 llegó a la casa, la niña ya no respiraba. El parte de emergencias fue el primer testigo de una violencia metódica.

La autopsia dibujó lo que no deberían contar nunca los forenses: decenas de lesiones recientes y antiguas, un historial de maltrato que no empezaba ni terminaba ese día. La Guardia Civil precintó la vivienda, registró estancias, recogió objetos y tomó declaraciones. Iván fue detenido y habló de “corregir”, de un castigo que “se le fue de las manos”. Las pruebas forenses dijeron otra cosa.

El juicio desmontó cualquier eufemismo. La Audiencia Provincial de Huesca concluyó que Naiara sufrió malos tratos continuados y que su muerte fue el resultado de una agresión prolongada y consciente. En 2020, el tribunal impuso prisión permanente revisable a Iván Pardo por asesinato y maltrato habitual, la pena más severa del Código Penal, además de condenas accesorias para otros responsables por omisión o encubrimiento.


El caso dejó al descubierto fallos del entorno y de los protocolos. Profesionales que intuyeron, familiares que confiaron, servicios que llegaron tarde. Aragón revisó circuitos de detección y coordinación, y el debate sobre la protección efectiva de la infancia volvió al centro: los indicios no pueden quedarse en charla de pasillo ni en una nota en la agenda.

Sabiñánigo guarda hoy el nombre de Naiara en una placa y en las velas que arden cada julio. En las aulas del valle su historia se cuenta sin morbo y con memoria: para escuchar a tiempo, para mirar dos veces, para que el miedo de un niño nunca vuelva a confundirse con timidez.

Más allá del sumario, lo que duele es el espejo: el mal también vive en casa, se disfraza de disciplina y pide silencio. ¿Cuántas Naiaras se salvan si alguien levanta la mano a la primera señal? ¿Cuántas veces convertimos en “accidente” lo que ya es patrón?

Naiara Bravo tenía 8 años y quería ser maestra. Su cuaderno quedó abierto en una mesa. Que su nombre nos obligue a no pasar de largo: a denunciar, a acompañar, a creer a tiempo. Porque a veces no mata el golpe que se ve, sino la indiferencia que lo permitió.


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