La primera respuesta institucional es tibia; la de su madre, no. Marisol Burón toca todas las puertas, levanta medios, reparte carteles, exige rastreos. Insiste contra el escepticismo de la rutina policial: Marta no se ha ido; a Marta la han hecho desaparecer. Ese grito materno mantiene encendida la luz cuando el resto del país aún pestañea.
El foco se cierra pronto sobre un nombre: Jorge Ignacio Palma, 38 años, con antecedentes de narcotráfico, dueño de aquella casa de Manuel. Días después, se entrega a la Guardia Civil y firma una confesión helada: Marta habría muerto “accidentalmente” en una sesión de sexo y cocaína; él la descuartizó y arrojó los restos a contenedores. Nunca apareció el cuerpo. La coartada del accidente no detiene la maquinaria: encaja demasiado bien con otros episodios oscuros.
Porque Marta no fue la única. La investigación convierte la excepción en patrón: “fiestas blancas”, mujeres citadas, cocaína administrada a altas dosis, colapsos, pánico… y silencio. El sumario suma dos muertes más (Arliene Ramos y Lady Marcela) y hasta ocho ataques similares que no llegaron a consumarse. No es un lobo solitario: es un método. Es un depredador.
Mientras equipos mezclan toneladas de basura, revisan plantas de reciclaje y barren márgenes de carretera, la cronología se vuelve quirúrgica: cámaras, recibos, geolocalizaciones, testigos del barrio y trazas de compra de droga apuntalan el itinerario de una noche sin retorno. La ausencia del cuerpo no detiene la aritmética forense: el caso es sólido aunque la tumba esté vacía.
En 2022, un jurado popular declara a Palma culpable de los asesinatos de Marta y de otras dos mujeres, además de múltiples agresiones y tentativas. La Audiencia Provincial de Valencia fija una pena de 159 años y 11 meses de prisión. Aquel fallo, sin embargo, no aplica la prisión permanente revisable —y deja un regusto de cuenta pendiente para una parte de la sociedad—.
La cuenta se salda en 2024: el Tribunal Supremo califica a Palma de “asesino en serie” y le impone prisión permanente revisable por el asesinato de Marta, además de 137 años acumulados por las otras muertes y tentativas. Reconoce la agravante de género y eleva la indemnización a los padres de Marta. La etiqueta penal ya no deja dudas: no fue un accidente; fue un plan que repitió hasta matar.
Nada de eso, sin embargo, devuelve lo que falta. Marisol Burón sigue pidiendo lo esencial: “¿Dónde está mi hija?” Cada audiencia, cada aniversario, cada cámara que se enciende es un recordatorio de que no hay cierre sin cuerpo, ni paz sin despedida. La madre que sostuvo el caso cuando era solo ruido es hoy una voz que no se quiebra.
El caso Marta Calvo también desnudó las grietas: la espera que retrasa denuncias, la desprotección de mujeres en contextos de prostitución, la facilidad con la que un depredador opera a plena luz. La sentencia es contundente, pero la lección va más allá del banquillo: prevención, protocolos, reacción rápida. Lo que se hizo tarde para Marta debe llegar a tiempo para las demás.
“Te mando la ubicación” ya no es un mensaje trivial: es el eco de una alerta que no aprendimos a escuchar. Que ninguna mujer vuelva a caminar sola hacia una trampa con la falsa certeza de que todo está bajo control. Que ningún asesino vuelva a esconder su violencia en el brillo sucio de una fiesta blanca.
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