Villalón de Campos, Valladolid. 18 de junio de 1992. Tarde de verano, bicicletas en la calle y calor pegado a las persianas. Olga Sangrador, 9 años, pide permiso para ir a la gasolinera a por chucherías. Unos metros, un trayecto de siempre, una rutina sin amenazas… hasta que el pueblo dejó de oír su risa.
Cuando no volvió, su madre la llamó por su nombre en cada esquina. Los vecinos salieron con linternas y urgencia, la Guardia Civil recorrió cunetas, caminos, descampados. Villalón se hizo pequeño, oscuro, extraño. La noche pasó sin respuesta y el amanecer trajo un miedo nuevo, del que no se despierta.
Al día siguiente, la confirmación del horror: en un paraje a las afueras apareció el cuerpo de Olga. Había sido secuestrada, agredida sexualmente y asesinada con una violencia que no cabe en la gramática. El verano se quedó sin niños jugando; la calle, sin consuelo; el país, sin aire.
La investigación fue inmediata y apuntó a un nombre que aún duele escribir: Valentín Tejero. No era un desconocido para la justicia: estaba en permiso penitenciario por un delito sexual anterior. Un depredador caminando libre gracias a un sistema que creyó controlarlo. Ese día encontró a Olga.
Detenido a las horas, confesó. El juicio fue rápido y ejemplarizante: 63 años de prisión por secuestro, violación y asesinato. La sentencia no cerró nada, apenas puso palabras jurídicas a lo indecible. En los noventa, España aprendió a golpes que la reincidencia también lleva uniforme de rutina.
El “caso Olga Sangrador” sacudió leyes y conciencias. Se discutieron los permisos penitenciarios, el seguimiento a agresores sexuales, la protección de los menores. Los telediarios abrieron con su nombre, los editoriales exigieron cambios, las familias miraron distinto los metros “seguros” entre casa y tienda.
La herida no cerró, pero la memoria se organizó. Cada junio, Villalón de Campos enciende velas por Olga; se repiten su nombre y su edad como un rezo civil. En las plazas, se recuerda que la infancia no es un estado de ánimo: es un derecho que los adultos deben blindar.
Años después, otro temblor: en 2013, el debate por la llamada “doctrina Parot” despertó el miedo a acortamientos de penas para criminales especialmente graves. El nombre de Valentín Tejero volvió a ocupar pancartas y columnas. La respuesta social fue unánime: por Olga, ni un paso atrás.
Su historia se convirtió en lección amarga y obligación presente. No hay trayecto corto cuando el sistema falla; no hay verano suficiente para tapar la sombra de un permiso mal concedido. Olga Sangrador tenía nueve años, quería caramelos y volver a casa. La realidad la esperaba a plena luz.
El monstruo no vino de lejos ni de noche: ya estaba dentro. Por eso su caso sigue en nuestras pantallas, en nuestras calles, en nuestras decisiones. Para que Villalón no vuelva a quedarse sin aire. Para que ninguna niña vuelva a desaparecer entre la puerta de casa y la esquina de la gasolinera. Para que “nunca más” sea, por fin, una promesa cumplida.
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