Pocas horas antes del hallazgo, el padre de la niña, Urfan Sharif, su esposa, Beinash Batool, y el tío, Faisal Malik, habían abandonado el Reino Unido rumbo a Pakistán con los cinco hermanos menores de Sara. La llamada que alertó a emergencias se hizo ya fuera del país. La escena de Woking quedó cerrada; las respuestas, a miles de kilómetros.
La maquinaria internacional se puso en marcha: orden de búsqueda, coordinación con Pakistán e Interpol, y regreso forzado. El 13 de septiembre de 2023, los tres aterrizaron en Gatwick y fueron arrestados. La imagen de la familia cruzando fronteras mientras el cuerpo de la niña quedaba atrás se convirtió en el emblema helado de un caso imposible de mirar sin estremecerse.
La autopsia no habló de un golpe aislado ni de un arrebato. Habló de tiempo: lesiones de evolución dispar, fracturas antiguas, marcas que contaban una convivencia con el dolor. La fiscalía describió lo ocurrido como una campaña sostenida de maltrato que acabó con la vida de Sara. El hogar, supuesto refugio, fue el escenario.
Los informes forenses detallaron más de 70 lesiones recientes y antiguas. Cada hematoma, cada fractura, era una línea más en una historia de violencia que nadie frenó a tiempo. La pregunta dejó de ser “qué pasó esa noche” para convertirse en “qué pasó durante meses… y quién no quiso verlo”.
El juicio en el Old Bailey terminó por fijar la verdad judicial: a finales de 2024, el jurado declaró culpables a Urfan Sharif y a Beinash Batool del asesinato de Sara. Días después, el tribunal impuso condenas de cadena perpetua con mínimos de cumplimiento de 40 años para él y 33 para ella. La puerta se cerró con llave pesada; detrás quedó la silueta de una niña de 10 años.
Faisal Malik, el tío, no fue condenado por asesinato, pero sí por permitir la muerte de la menor: recibió 16 años de prisión. La sentencia subrayó no solo los actos, sino las omisiones; no solo la agresión, sino el mirar hacia otro lado cuando aún había tiempo de salvarla.
El caso removió algo más que una causa penal: expuso grietas en la protección infantil. Se señalaron avisos, señales y ausencias de seguimiento cuando Sara dejó de asistir a la escuela. A raíz del veredicto, crecieron las exigencias de revisión de los protocolos para que ninguna alarma vuelva a apagarse por rutina o burocracia.
En las vigilias frente a la casa de Woking, su madre, Olga, encendió velas y sostuvo fotografías. En sala, su declaración dibujó a “cobardes y sádicos”; fuera, la gente dejó flores y muñecas. El juez habló de “tortura”; la calle, de una niña que quería ser escuchada. Ambas cosas pueden ser ciertas a la vez.
Quedan dos heridas abiertas: la memoria y la prevención. ¿Cómo se protege a una niña cuando el peligro duerme a su lado? ¿Cuántas veces la burocracia convierte un grito en papel? Sara Sharif ya no puede responder; lo hará —o no— un sistema que aprendió demasiado tarde que el silencio también mata.
0 Comentarios