El primer temblor se siente en 1955, en casa de sus patrones, Adela Pascual Camps y el charcutero Enrique Vilanova. Adela cae enferma de repente: vómitos, mareos, dolor punzante. Los médicos no encuentran explicación. Muere a los pocos días. Entonces nadie imagina que el café puede ser el hilo de la historia.
Tras esa pérdida, Pilar entra al servicio del médico Manuel Berenguer Terraza y su esposa, María del Carmen Cid. Vuelven los síntomas, esta vez en la señora de la casa… y en una amiga del matrimonio, Aurelia, que también prueba las tazas. El patrón, médico al fin, desconfía: pide análisis del café y de los restos. El laboratorio detecta arsénico. En un armario aparece una botellita de insecticida “Diluvión”, con sales arsenicales. La sospecha deja de ser rumor.
La policía ata cabos: una muerte previa, dos intoxicaciones compatibles, un tóxico común y una joven que administra cocina y bandeja. Pilar es detenida en febrero de 1957. Valencia bautiza el caso con tinta gruesa: “la envenenadora”. La etiqueta hará más ruido que cualquiera de sus respuestas.
En el sumario se cruzan química forense, compras de productos, hábitos domésticos y un patrón que siempre vuelve a la taza. La instrucción concluye que no hubo accidente ni confusión: el arsénico no llega solo a un café. Cuando el caso salta a prensa nacional, la ciudad acude a los juzgados como si fuesen butacas de teatro.
El juicio fija la secuencia: una primera muerte (Adela Pascual) y, años después, dos intoxicaciones en el nuevo domicilio —una de ellas, con resultado letal— mediando siempre el café de la casa. La defensa protesta por la presión mediática; la acusación, por la frialdad del método. El tribunal declara a Pilar culpable de quitar la vida con premeditación y la condena a muerte.
Llega mayo de 1959. Nadie quiere accionar el aparato. Hace falta traer a Valencia al verdugo Antonio López Sierra. La madrugada del 19, en la prisión provincial, se cumple la sentencia por garrote vil: la última mujer ejecutada en España. A las pocas horas, el eco del caso ya es historia negra del franquismo.
La hemeroteca consolidará el mito con un título simple y pegajoso: “la envenenadora de Valencia”. Detrás del rótulo, una biografía de posguerra: orígenes humildes, trabajos de interna, escaso círculo social. La ciudad recuerda el olor dulzón del arsénico y aquella expresión que se repitió en sala: “Yo no he hecho nada malo”.
Con el tiempo, el caso ha sido revisitado en libros y reportajes: ¿hubo garantías suficientes?, ¿pesó demasiado el amarillismo?, ¿pudo otro tóxico explicar los cuadros clínicos? Las piezas forenses —arsénico en muestras y depósito de insecticida— sostienen el veredicto que cerró la causa; la duda social, en cambio, nunca prescribe del todo.
Más allá del morbo, Pilar Prades queda como bisagra histórica: el crimen doméstico que la química desenmascara y la última ejecución de una mujer en España, símbolo de un tiempo que se iba. Café, loza, silencio. Y una moraleja amarga: cuando la verdad se sirve en taza pequeña, cada sorbo deja poso.
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