El secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco: aquel grito que despertó España


El 10 de julio de 1997, en Ermua (País Vasco), la rutina de un joven concejal llamado Miguel Ángel Blanco se trastocó para siempre cuando la banda terrorista ETA lo interceptó y lo arrancó de su vida cotidiana. Su figura, hasta ese momento casi invisible para el gran público, se transformó en un símbolo de dolor, dignidad y resistencia para una nación entera.

Ese día, Blanco regresaba tras almorzar en casa de sus padres hacia la estación de Éibar, donde abordaría el tren para dirigirse al trabajo. Allí fue abordado por miembros de ETA —entre ellos Irantzu Gallastegi—, quienes lo condujeron hasta un vehículo en el que le esperaban otros dos hombres —Francisco Javier García Gaztelu, alias “Txapote”, y José Luis Geresta Mujika— según reconstruyen los relatos del caso. 

Pocas horas después del secuestro, ETA emitió un comunicado estremecedor: exigían el traslado inmediato de todos los presos de la organización al País Vasco. Y, como si marcara el tempo del horror, lanzaron una amenaza ineludible: si en 48 horas no se cumplía su demanda, Miguel Ángel sería ejecutado. 



Mientras el reloj avanzaba inexorable, algo insólito comenzó a gestarse en España: miles de ciudadanos tomaron las calles. En Bilbao, en Madrid, en Barcelona y en Sevilla, velas y manos blancas se multiplicaron. “ETA, escucha, aquí está tu lucha”, “Libertad para Miguel Ángel Blanco”, clamaban en un grito colectivo que parecía desafiar al miedo mismo.

Las fuerzas políticas se vieron sobrepasadas. El Gobierno presidido por José María Aznar enfrentó una disyuntiva brutal: ceder al chantaje de una banda que asesinaba o mantenerse firme frente al terror. La presión mediática y social no logró quebrar su postura. 

El sábado 12 de julio, el ultimátum expiró. Miguel Ángel fue hallado gravemente herido con dos disparos en la cabeza en una cuneta cerca de Lasarte (Guipúzcoa). Aún con vida cuando lo encontraron, fue trasladado al hospital de San Sebastián, donde falleció finalmente en la madrugada del 13 de julio.


 

Ese desenlace estremeció al país. España, que hasta entonces había visto el terrorismo en el Noticiero, lo sintió en carne propia. El silencio se rompió. En Ermua, en su pueblo natal, su nombre fue entonado junto a himnos de dignidad. El “Espíritu de Ermua” emergió como una fuerza moral, capaz de unir hogares y conciencias en un rechazo absoluto al miedo. 

En años posteriores, los autores materiales fueron capturados y condenados: “Txapote” y Gallastegi recibieron sentencias superiores a los 50 años de prisión. Pero ese castigo judicial nunca alcanzó a mitigar el vacío que dejó el silencio mortal. 

Con el paso del tiempo, el reclamo de justicia se topó con obstáculos legales: en 2024 la Fiscalía consideró prescrita la causa contra varios exdirigentes de ETA, incluyendo a “Anboto”, al haber transcurrido más de 20 años desde los hechos.




Hoy, décadas después, el eco del secuestro de Miguel Ángel Blanco sigue vivo. Su historia sirve como advertencia contra el silencio, como memoria colectiva para que nadie olvide que una decisión feral puede desafiar la democracia. Su rostro, composición de esperanza y tragedia, permanece como testimonio de que aquellas 48 horas arrancadas por el terror nos dieron una eternidad de conciencia.

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