La madrugada del 22 de marzo de 2011, en mitad de una travesía del Disney Wonder frente a la costa de México, Rebecca Coriam —24 años, británica, responsable de actividades juveniles— fue captada por una cámara interna en un pasillo reservado a la tripulación. Hablaba por teléfono y parecía angustiada. Eran las últimas imágenes de una vida suspendida entre preguntas.
A la mañana siguiente no se presentó a su turno, no estaba en su camarote y nadie en el buque decía haberla visto. La megafonía repitió su nombre, la tripulación registró zonas comunes y el mar circundante fue rastreado sin éxito. Horas después, Disney comunicó que se trataba de una “desaparición en el mar”. Desde entonces, ni un rastro.
La versión oficiosa que oyeron sus padres insinuaba un accidente: una ola la habría arrastrado por la borda. Pero aquel amanecer el mar estaba relativamente tranquilo y las barandillas de cubierta superaban el metro de altura, un detalle que encendió más dudas que certezas. La única certeza objetiva seguía siendo el vídeo del pasillo y el vacío posterior.
El punto ciego se ensanchó con la jurisdicción: el Wonder navega bajo bandera de Bahamas, así que la investigación recayó en la Royal Bahamas Police y la Bahamas Maritime Authority, pese a que el barco salía de Los Ángeles hacia México y la víctima era británica. Un único policía bahameño subió al buque cuando atracó en EE. UU., tres días después, entrevistó a unos pocos tripulantes y a ningún pasajero; luego el barco volvió a salir. Es un dato que consta en el Parlamento británico y que la familia nunca ha dejado de denunciar.
Sobre el propio barco circularon pistas contradictorias. Se habló de unas chanclas halladas junto a la zona de piscina de tripulación de la cubierta 5; excompañeros cuestionaron que fueran de Rebecca y señalaron incongruencias en tallas y procedencia. Ninguna de esas piezas derivó en una conclusión oficial. El expediente permaneció sin acusados, sin reconstrucción final y sin un lugar exacto del “hombre al agua”.
En paralelo, quedó expuesto un agujero sistémico: delitos y desapariciones en aguas internacionales suelen investigarse según la bandera del buque, a menudo países con recursos limitados y marcos opacos. Organizaciones de víctimas y sindicatos marítimos llevan años pidiendo que Reino Unido investigue crímenes graves con ciudadanos británicos en el mar, precisamente a raíz del caso Coriam.
La familia peleó por transparencia, acceso a imágenes y diligencias completas. El tiempo solo añadió capas de silencio corporativo y jurídico. En los medios, el caso se convirtió en un espejo incómodo: un crucero “familiar” con cámaras por todas partes incapaz de explicar cómo desaparece una empleada entre dos fotogramas. ¿Accidente, suicidio, delito? Ninguna hipótesis se probó; todas quedaron heridas.
Más de una década después, la crónica oficial continúa en punto muerto: Rebecca fue dada por desaparecida en el mar y Bahamas cerró su intervención sin señalar autor ni causa. El resto son preguntas razonables: ¿por qué no se inmovilizó el buque para entrevistas totales?, ¿por qué no hubo un aseguramiento exhaustivo de CCTV? La investigación mínima y tardía dejó un vacío probatorio imposible de llenar a posteriori.
Lo que sí demostró el caso fue la asimetría entre un gigante turístico con protocolos y comunicación milimetrados y unas familias obligadas a mendigar certezas en jurisdicciones lejanas. La ley del mar, tal y como está, favorece la difuminación de responsabilidades cuando la bandera y el puerto de salida no coinciden con la nacionalidad de la víctima. Y en esa grieta, la historia de Rebecca quedó atrapada.
Porque lo más aterrador del Wonder no fue una ola fantasma, sino la ola de silencio posterior: un pasillo, una llamada, un corte de plano… y nada. En el barco que supuestamente lo graba todo, la verdad nunca embarcó. Y allá afuera, frente a las costas de México, quedó un mar lleno de cámaras, de dudas y de una familia que aún espera una respuesta que nadie —ni el océano, ni la empresa, ni la bandera— ha querido dar.
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