La madre, Francisca G. N., dijo al principio que un desconocido había irrumpido en la casa y los había “degollado”. Aquella coartada duró horas. Al día siguiente, ante delegación del Gobierno, confesó el doble filicidio: los había estrangulado con el cable de un cargador de teléfono móvil. Aseguró que actuó bajo alcohol y ansiolíticos. La escena, reconstruida por los agentes, descartó el robo y señaló al entorno más íntimo.
La cronología cortó en seco la rutina de una familia de camionero en ruta y madre al cargo de tres hijos (el mayor, de 14 años, dormía en su cuarto y sobrevivió). El móvil que barajó la instrucción no fue locura súbita, sino rencor: el jurado popular escuchó que la autora convirtió a los niños en instrumento de daño hacia el padre. La violencia vino de dentro y se perpetró en silencio, en la cama en la que solían dormir con ella cuando el padre estaba fuera.
El juicio se celebró en 2003. La Fiscalía sostuvo dos asesinatos con alevosía: víctimas de corta edad, indefensión absoluta, estrangulamiento con un cable. El jurado popular la declaró culpable y la Audiencia Provincial de Murcia impuso 40 años de prisión: dos penas de 20 años por cada niño. La imagen de la acusada, serena y cambiante en sus relatos, quedó fijada en hemeroteca como una de las crónicas negras más duras de principios de siglo.
En 2005, el Tribunal Supremo confirmó íntegramente la condena. Reprochó a la defensa la descalificación de peritos y jurado, y dio por probado el método: estrangulamiento con el cable del cargador del teléfono móvil a dos hijos de cuatro y seis años. A partir de ahí, la causa penal quedó cerrada y solo quedaba el largo calendario penitenciario.
Con los años, llegaron los primeros permisos. En 2016, la jueza de Vigilancia Penitenciaria autorizó una salida de tres días tras 14 años de internamiento. Aquella medida no equivalía a libertad, pero marcó un antes y un después en el tratamiento penitenciario del caso y abrió la puerta a futuras progresiones.
El gran salto llegó en julio de 2020: tercer grado. La “parricida de Santomera” pasó al régimen abierto tras 18 años de cumplimiento efectivo. A partir de entonces, salidas controladas, pernocta y un itinerario de reinserción bajo supervisión administrativa, con amplio eco mediático y rechazo social en la Región de Murcia.
Detrás de las cifras, quedó la casa que no volvió a ser hogar y un duelo pegado a la piel de un pueblo. Los reportajes recordaron que, las horas previas, se intentó simular un asalto; que no hubo pelea, ni voces, ni auxilio posible. Solo un cable y dos cuerpos pequeños en una cama grande. La justicia dijo lo que podía decir; el resto lo dijo el silencio.
Este caso no encaja en la sombra del desconocido ni en la estadística del delito oportunista: estremece porque fractura el pacto más antiguo, el que protege a la infancia dentro de casa. Cuando la violencia nace de la venganza y convierte a los hijos en mensaje, ya no hay explicación que alcance; solo prevención y memoria para que no se repita.
Santomera aún nombra a Francisco y Adrián como quien aprieta una herida. La historia terminó en sentencia firme, permisos y tercer grado, pero no en paz. Porque hay crímenes que el calendario tramita y que la comunidad no olvida: dos niños que se fueron de madrugada, un cable como arma y un pueblo que aprendió, de la forma más cruel, que el mal también vive puertas adentro.
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