El 25 de febrero de 1993, 47 días después, un obrero halló un cuerpo semienterrado bajo una escombrera en Vicálvaro: era Susana. Según fuentes policiales citadas entonces, presentaba la cabeza “destrozada”, los pantalones bajados y la ropa interior a la vista; el entorno era el mismo barrio donde se la había perdido. La distancia al último punto conocido rondaba los 400 metros.
Desde el inicio, la investigación osciló entre dos diagnósticos forenses incompatibles: para unos peritos judiciales, muerte por causa natural (paradas cardíacas en cascada, hipotermia o consumo asociado); para otros, homicidio por traumatismo y posible estrangulación. En 1997, tres forenses hablaron de “infartos” y uno sostuvo el golpe en la cabeza; ese choque de dictámenes empujó al juez a cerrar provisionalmente la causa.
La familia nunca aceptó esa conclusión. Reclamó una segunda autopsia, denunció la pérdida de muestras y sostuvo que a Susana la habían matado. En enero de 1997 el cuerpo, retenido meses en el Instituto Anatómico Forense, fue finalmente reinhumado tras nuevas pericias; semanas después, el juez archivó sin procesar a nadie.
El caso rebotó en 1998: el Tribunal Supremo ordenó nuevas diligencias y, con ellas, aparecieron testimonios que apuntaban a un móvil violento. Un preso de Guadalajara declaró haber presenciado el crimen y señaló a dos militantes vinculados a la ultraderecha —“hijos de personas relevantes”—, línea que la policía desacreditó por falta de credibilidad y corroboración. Aquel testigo y un ex–cabeza rapada que también habló ante la prensa protagonizaron idas y venidas ante la jueza instructora Ana Ferrer. Nada cuajó en imputaciones sólidas.
La hemeroteca dibuja una instrucción llena de bordes afilados: piezas extraviadas (falanges destruidas tras análisis, según la jueza), una cremallera rota cuyo examen no fue concluyente, terreno contaminado por sepiolita que dificultaba la toma de muestras, y un rosario de testigos que se desdijeron, desaparecieron o murieron años después. Demasiadas sombras para una verdad judicial.
A la par, el contexto social añadía ruido: España venía de crímenes con marca de odio (como el de Lucrecia Pérez en 1992) y del auge de subculturas violentas. En ese caldo, colectivos y prensa alternativa asociaron el caso de Susana a la órbita de Bases Autónomas; la causa penal, sin embargo, nunca consolidó esa tesis con pruebas periciales o identificaciones firmes. Quedó como hipótesis reiterada en manifestaciones y artículos de memoria, no como hecho probado.
Con el paso de los años, la voz que no se apagó fue la de su madre, Justina Llorente. Ha repetido ante cámaras y actos de memoria que su hija apareció semidesnuda, golpeada, y que el archivo judicial fue una derrota del sistema. En 2025 volvió a pedir la reapertura con técnicas actuales y revisión integral del sumario. Tres décadas después, su frase sigue clavada: “Eso no cicatriza nunca”.
El caso, oficialmente sin resolver, deja certezas mínimas y preguntas máximas: Susana desaparece la madrugada del 9 de enero; su cuerpo aparece el 25 de febrero, semienterrado en Vicálvaro; hay signos de violencia y un entorno de búsqueda ya rastreado días antes; la instrucción oscila entre homicidio y muerte natural; el sumario se archiva, se “reabre” para diligencias y vuelve a enfriarse sin encausados. La estadística lo llamaría “cold case”; su familia lo llama injusticia.
Treinta y dos años después, el nombre de Susana Ruiz Llorente continúa en pancartas, columnas y aniversarios. Falta un ADN que amarre, una coartada que rompa, una confesión que cierre. Hasta entonces, la historia permanece donde la dejaron: en un escombro de Vicálvaro, en folios con conclusiones opuestas y en la memoria de una madre que no negocia el olvido. Porque a Susana no la mató solo quien la enterró: también la enterró el tiempo.
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