La mañana del 18 de agosto de 2010 Pontevedra bullía de recados y terrazas. Sonia Iglesias Eirín, 38 años, madre de un niño de 8 y encargada de Massimo Dutti en la céntrica Benito Corbal, salió de casa con una agenda simple: pasar por la tienda de fotos de la primera comunión de su hijo y presentarse a su turno. Nunca llegó. Su último rastro verificado quedó en una zapatería de la calle Arcebispo Malvar, cerca de las nueve de la mañana. Después, nada. El vacío empezó a tener nombre propio.
Los primeros días fueron una ciudad entera descalzando riberas y montes: batidas en el Lérez, O Pontillón, los montes de Campañó, carteles, concentraciones en la Praza da Ferrería. El carné de Sonia apareció tiempo después —los cronistas locales subrayan que probablemente depositado a propósito—, pero no hubo escena de crimen, ni objeto traza, ni testigo útil que situara su camino tras la zapatería. La hipótesis de desaparición voluntaria se desvaneció tan rápido como los días sin noticias.
Siguiendo el manual, la investigación miró al círculo más cercano. Julio Araújo, su pareja, fue testigo y, ya en 2012, investigado en un procedimiento que entraría y saldría de archivo. La tesis policial fue nítida: el móvil habría sido el divorcio que Sonia le había planteado y la nueva relación que ella había iniciado. En 2018 el caso se reactivó con fuerza: Julio pasó a investigado por homicidio, se registraron propiedades vinculadas a su familia y se tomaron nuevas muestras.
Aquellos registros de febrero–junio de 2018 en la finca de rúa San Amaro 33, muy cerca del cementerio de San Mauro, movilizaron a unidades de Subsuelo y al GOIT, con georradar, achiques de pozo y fosa séptica. El auto dejó un cabo intrigante: un fragmento de “cortical” (corteza) cuya especie estaba sin confirmar y pendiente de análisis genético. No trascendió un resultado incriminatorio y el juzgado volvió a archivar provisionalmente por falta de pruebas concluyentes. La policía, no; siguió tirando de hilos.
En paralelo, se exploraron vías alternativas: desde una posible incineración en tanatorio —línea nunca acreditada— hasta búsquedas en pozos que, años después, se saldaron sin hallazgos humanos. Los periodistas que han seguido el caso desde 2010 resumen el rompecabezas con crudeza: indicios que apuntan al entorno íntimo, cero evidencia material para sentar a alguien en el banquillo.
El tablero cambió en septiembre de 2020: Julio Araújo falleció de cáncer. Para la causa fue un golpe doble: se extinguía la posible responsabilidad penal del principal sospechoso oficioso y, con ella, la expectativa de una confesión final. En diciembre de 2020, una crónica lo llamó como lo que era: “muerte sin cuerpo”; el hijo de ambos, ya adolescente, pidió la declaración de fallecimiento de su madre para poder encajar administrativamente una ausencia que la ciudad llevaba una década llorando.
El 16 de enero de 2022, un juzgado de Pontevedra declaró oficialmente fallecida a Sonia. La pieza civil fijó la fecha legal de muerte conforme a los plazos de la ley de desaparición: el 18 de agosto de 2020, décimo aniversario del último rastro, según el Diario de Pontevedra (otros medios habían señalado el 1 de enero de 2021 en tramitaciones paralelas). Nada de eso frenó la investigación policial, que sigue viva a la espera de la única llave que abre estos casos: restos o evidencia física.
En estos 15 años, el expediente ha acumulado detalles duros: el ping del teléfono de Julio en Monte Castrove a una hora que no encajaba con su coartada; un preservativo que él dijo haber usado con Sonia horas antes (con ADN de él dentro y ausencia de restos de ella fuera); y registros en viviendas y panteones familiares. Ninguno pasó el umbral probatorio. El archivo provisional de 2015, la reactivación de 2018 y el nuevo archivo meses después cuentan, sobre todo, una frontera de la prueba.
Hoy, 2025, el caso Sonia Iglesias se explica con tres frases: último rastro en una zapatería, investigación que apunta al entorno y ausencia de cuerpo. Cada agosto, Pontevedra vuelve a la Praza da Ferrería y recuerda a la dependienta que no volvió del recado. La policía insiste en que no cerrará el caso, aunque no pueda sentar a nadie en el banquillo; la familia pide lo único que falta: un lugar para llorar.
No fue una desaparición perfecta; fue un delito sin huellas visibles. La diferencia importa: lo primero invita al mito, lo segundo exige constancia. Si un día aparece una pieza mínima —un hueso, una joya, un tejido—, toda la cronología encajará en minutos. Hasta entonces, la historia de Sonia Iglesias seguirá siendo una ausencia que ordena la memoria de una ciudad: la mañana, la zapatería, las fotos de la comunión… y una puerta que nunca se volvió a abrir.
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