Una maleta en llamas en Usera: el crimen de Heydi Paz y la caída del “Rey del Cachopo”

                                        

Madrid, agosto de 2018. Heydi Paz Bulnes, 25 años, hondureña, madre de dos niños, intenta empezar de nuevo. Trabaja, envía mensajes a su familia, y decide poner fin a una relación que se ha vuelto control y celos con César Román, el chef que la prensa ha bautizado como el “Rey del Cachopo”. Esa decisión —tan íntima, tan necesaria— fue el primer crujido de una pesadilla.

El 5 de agosto envía su último mensaje y el teléfono se apaga. Ocho días más tarde, los bomberos acuden a un pequeño almacén en Usera por un incendio. Dentro, una maleta negra abierta: un torso humano carbonizado. Sin cabeza, sin brazos, sin piernas. El ADN tardará semanas en pronunciar el nombre que nadie quería oír: Heydi. El horror había encontrado recipiente, fuego y silencio. 

La investigación se cierra pronto sobre quien tenía llave y dominio de ese lugar. Él desaparece, adopta otra identidad, intenta reescribir su papel. Las pruebas —rastro biológico, uso del inmueble, cronologías— apuntan en una sola dirección mientras Madrid contiene la respiración. No hay conspiración romántica que resista a un sumario que huele a gasolina y mentira. 



En junio de 2021, un jurado popular declara culpable a César Román y la Audiencia Provincial impone 15 años de prisión por homicidio —no asesinato— y profanación del cadáver. No había arma recuperada ni cabeza ni extremidades, pero sí una cadena de indicios que el tribunal considera férrea. La crónica del “Rey del Cachopo” abandona los fogones y entra para siempre en los archivos de la crónica negra. 

Un año después, en 2022, el Tribunal Supremo ratifica la condena: 15 años. Quedan despejadas las maniobras de apelación del condenado y blindada la conclusión judicial sobre la autoría. El relato procesal se asienta, aunque la herida —y el vacío físico de esos restos— sigan abiertos. 

La cabeza de Heydi nunca apareció. Tampoco sus extremidades. Para su familia, el duelo es una puerta entreabierta: sin restos completos no hay último adiós, ni repatriación plena, ni cierre real. La violencia machista dejó, además del crimen, una amputación simbólica: intentar borrar la identidad desmembrando el cuerpo.



En 2024 y 2025, desde prisión, Román cambia de guion: envía cartas pidiendo perdón y asegura que fue un “disparo accidental” en una discusión, y que el descuartizamiento lo practicó un tío ya fallecido. La policía y la justicia recelan: versiones tardías, datos imposibles de verificar, mapas dibujados al borde de la credibilidad. La verdad procesal permanece intacta; la coartada epistolar, en entredicho. 

Aun así, los investigadores vuelven al terreno. En junio de 2025 se activa un operativo en Carranque (Toledo) para buscar los restos que faltan: drones, unidades especializadas, sensores sobre un paraje que quizá oculte el último fragmento de una historia que España desearía cerrar. El monte no habla; la ciencia, a veces, sí. 

Heydi no es un caso; es una mujer joven que intentó salir de una relación que se había vuelto jaula. Su nombre, repetido en vigilias y pancartas, se ha convertido en aviso y memoria. No hay sentencia que devuelva a una madre; solo una que habla por ella cuando ya no puede hacerlo. 


La pregunta que flota es áspera y sencilla: ¿cuánto más puede tardar un país en encontrar los restos de una víctima cuando el camino ya está escrito en fuego y en maletas? ¿Y cuántas Heydis más se callaron dos veces —en la violencia y en el intento de borrarlas— antes de que aprendiéramos a escuchar a tiempo?

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