Caso Marcelino de Andrés: denuncias de abusos en el colegio Highlands El Encinar (Legionarios de Cristo), Madrid

Un colegio de fe, pasillos de silencio y rutinas de uniforme. En marzo de 2025, la quietud del Highlands El Encinar, en La Moraleja (Madrid), se quebró: la policía detuvo a su capellán, Marcelino de Andrés, tras la primera denuncia de una familia por presuntos abusos a su hija. Lo que comenzó como un susurro se convirtió, en horas, en una grieta en la pared. 

¿Quién era ese sacerdote al que llamaban “padre Marcelino”? Un legionario veterano, cercano al núcleo histórico de la congregación, con pasado como secretario personal de Marcial Maciel, el fundador de los Legionarios de Cristo. Ese dato, que por años fue currículum, regresó como una sombra cuando estalló el caso. 

La primera denuncia abrió la compuerta. En apenas 24 horas, llegaron otras cuatro; y con el paso de las semanas, el cómputo ascendió hasta ocho presuntas víctimas, todas alumnas del centro. Las menores describieron un mismo patrón: ser conducidas a un lugar sin cámaras que ellas mismas llamaban “secreto”. La UFAM analizó imágenes internas y cronologías para dibujar la ruta del silencio. 


Ese “punto ciego” del patio —un rincón huérfano de vigilancia— se convirtió en símbolo incómodo: el hueco por el que, según los atestados, pudo colarse lo que nadie quería imaginar en un colegio religioso. Los talleres de prevención del abuso impartidos tras la primera denuncia animaron a más niñas a reconocer señales y hablar. A veces la luz llega desde una clase, no desde un despacho. 

La dirección del colegio cambió de manos en mitad del vendaval. El director, Jesús María Delgado, dimitió “asumiendo su responsabilidad” por haber mantenido al capellán en el centro; la nueva directora, Marilú Álvarez, pidió perdón a las familias y reclamó “que todo salga a la luz”. Entre comunicados y reuniones con padres, el Highlands prometió revisar protocolos y reforzar la protección de los menores. 

En lo judicial, la causa avanza sin focos dentro de un juzgado de Madrid. El sacerdote quedó en libertad provisional con medidas cautelares, mientras las menores prestan declaración en circuito protegido y los investigadores cruzan horarios, planos del centro y grabaciones. No hay veredicto aún; hay una instrucción que pregunta sin descanso. 


La congregación aseguró “colaboración plena” y apartó de inmediato al sacerdote de toda actividad pastoral. Pero más allá de los sellos y los comunicados, la pregunta punza donde más duele: ¿cómo pudo fallar la vigilancia en un espacio que se proclama seguro? A veces los muros sagrados no impiden el ruido; lo absorben.

En las familias quedó la resonancia de lo indecible: niñas que tuvieron que poner nombre a lo que no debía ocurrir nunca, y padres que aprendieron a desconfiar de lo que siempre consideraron un refugio. Las alumnas encontraron, en un taller escolar, el idioma para romper el miedo. El aula, por un día, fue salvavidas. 

El colegio ha sellado sus zonas ciegas, ha prohibido encuentros a solas y ha armado un mapa de “espacios seguros”. Pero los mapas no devuelven el tiempo: solo prometen no repetirlo. La prevención —formación, vigilancia, canales de alerta— es la única liturgia que importa cuando lo sagrado falla a quien debía proteger.


Porque lo más aterrador no es solo la acusación que estalla en un pasillo de colegio… sino imaginar cuántas veces el silencio se llamó obediencia, cuántas veces la confianza fue la coartada perfecta. Y porque, hasta que un tribunal hable, estas páginas siguen abiertas, con un ruego tan simple como urgente: que la verdad encuentre todas las rendijas por donde entrar. 

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