No contestó llamadas, no respondió mensajes. Horas que se hicieron eternas, noches en vela y un barrio entero peinando esquinas, escolleras y descampados. La denuncia se formalizó de inmediato; la incertidumbre, también. Su familia repetía su nombre como si así pudiera volverla.
Seis días después, el 13 de febrero, los equipos de emergencia localizaron un cuerpo calcinado en un búnker abandonado junto a la línea de costa frente a Juan XXIII. El ADN confirmó lo que nadie quería escuchar: era Vanesa. A partir de ahí, todo se volvió preguntas—y muy pocas respuestas.
Los investigadores trabajaron varias hipótesis desde el primer momento: entorno cercano, contactos recientes, recorridos digitales, cámaras de comercio y de tráfico. Se rastrearon llamadas, movimientos y testimonios. Entre pasillos y sumarios, afloró un nombre señalado por las diligencias: un presunto autor que, según se trasladó a la familia, habría cruzado la frontera hacia Marruecos, encallando la causa en los márgenes de la cooperación judicial.
La escena del hallazgo—un recinto sin tránsito habitual, con accesos fáciles a pie pero invisibles desde la vía principal—complicó el trabajo pericial. Fuego, salitre y tiempo son malos aliados para conservar indicios. Aun así, policía científica y guardia civil encadenaron búsquedas, reconstrucciones y registros durante semanas, sin lograr una prueba definitiva que permitiera una detención en territorio español.
En agosto de 2020, el procedimiento fue archivado provisionalmente por falta de indicios suficientes para acusar a alguien con garantías. “Provisional” no significa “cerrado”: el caso puede reabrirse si aparece una nueva prueba, una declaración sólida, un cruce pericial que antes no existía. La familia, sin embargo, se quedó con una sensación amarga: demasiada espera, demasiados silencios, un trato frío en momentos en que solo cabía el cuidado.
Mientras el expediente dormita, el barrio no. Cada aniversario aparecen velas en el paseo, flores junto al muro del búnker, carteles pidiendo justicia. En los grupos vecinales se comparten recortes, recuerdos, cualquier pista que, por pequeña que sea, pueda empujar la causa a moverse. Hay quien repite que, si el crimen atraviesa una frontera, la justicia no debería quedarse detenida en la orilla.
Vanesa no era una cifra; era madre, hija, vecina. Su desaparición y el hallazgo encienden todavía preguntas esenciales: ¿qué recorrido hizo exactamente desde que salió de casa?, ¿quién fue la última persona que la vio con vida?, ¿qué vehículo, qué trayecto, qué cámara olvidada guarda el eslabón que falta?
La instrucción podrá estar en pausa, pero la investigación social—la memoria—no lo está. A veces la pieza que falta no está en el mar ni en un laboratorio, está en una conversación que aún no se ha tenido, en un “yo vi” que no se atrevió a decirse, en un cruce de fronteras que requiere insistencia institucional.
Vanesa tenía 38 años. Salió a por leche, pan, lo de siempre. Y Ceuta, desde entonces, se quedó con una silla vacía y un nombre que pesa. Si estuviste allí, si viste algo entre el 6 y el 13 de febrero de 2019, por pequeño que parezca, dilo. En causas como esta, ninguna pista es menor.
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