Virginia y Manuela: el autostop sin regreso — el enigma que aún hiela a Reinosa y Aguilar de Campoo


Era la tarde-noche del 23 de abril de 1992. Dos adolescentes de Aguilar de Campoo, Virginia Guerrero (14) y Manuela Torres (13), salieron con la ligereza de sus años y se esfumaron en un tramo de carretera entre Reinosa (Cantabria) y Palencia. Nunca regresaron. España inauguraba una década de grandes fastos; en dos familias, empezaba un duelo sin cuerpo ni fecha de cierre. 

Aquella tarde habían viajado a Reinosa para bailar: discoteca Cocos, zona de bares en los Jardines de Cupido. Al terminar, tomaron la vieja N-611 de vuelta “a dedo”, como se hacía entonces, en un trayecto de poco más de 30 kilómetros. La última imagen fiable las sitúa pidiendo autostop junto a la fábrica de galletas Cuétara, en Reinosa. Después, nada. Un corte limpio en la cinta del tiempo. 

Durante años se repitió que cuatro testigos las vieron subirse a un Seat 127 blanco (matrícula de Valladolid). Esa pista marcó titulares, sumarios y pesquisas. Pero nunca se acreditó de forma concluyente; la familia de Virginia siempre receló de esa “certeza”. Entre afirmaciones y dudas, el coche fantasma se convirtió en símbolo de la investigación: un volante sin manos, una ruta sin destino. 


Lo que sí es nítido es el frenazo inicial. En 1992 no existían protocolos de búsqueda temprana: se perdió un tiempo precioso bajo la vieja consigna de “esperar 48 horas”, incluso tratándose de menores. Cuando el engranaje se activó, los pasos ya estaban fríos y los ojos que podían haber visto se habían cerrado. El reloj, desde entonces, se volvió enemigo. 

El caso —anterior por meses a Alcàsser— quedó relegado por el torrente mediático que vendría después. Para Reinosa y Aguilar, en cambio, nunca dejó de latir: carteles, llamadas, apariciones en “Quién sabe dónde”, falsas pistas que abrasan y no alumbran. Dos niñas, un autostop y un vacío que se instaló en la sobremesa de todo un país. 

Las líneas secundarias no ayudaron. En 1994 aparecieron dos cráneos en el embalse de Requejada: no eran suyos. A finales de los noventa, un okupa aseguró haberlas visto con una comunidad “punki” en Madrid: tampoco. Cada hilo parecía firme hasta que, al tirar, se deshacía. Un laberinto sin centro. 


En 2018, la sequía dejó al descubierto una mandíbula en el pantano del Ebro. La hipótesis dolía y, a la vez, prometía respuestas. El ADN habló claro: no pertenecía a Virginia ni a Manuela. El caso volvió al foco por un instante… y volvió a hundirse. Las familias denunciaron el sufrimiento innecesario de esa expectativa frustrada. 

Un año clave fue 2021: la Guardia Civil reabrió diligencias tras relacionar un intento de rapto ocurrido un año antes de la desaparición con el modus de aquel abril. Se revisaron testigos y escenarios, buscando el destello que faltaba desde 1992. Las preguntas, pese al empuje, siguieron sin volverse certezas.

En 2024, las familias acudieron al Tribunal Europeo de Derechos Humanos, convencidas de que aún quedaba por investigar. Estrasburgo no admitió el caso. Legalmente, poco más se podía hacer; humanamente, el tiempo no cura cuando no hay verdad. El expediente permanece abierto en la memoria colectiva, que es donde menos prescribe. 


Treinta y tres años después, la carretera entre Reinosa y Aguilar sigue siendo un escenario mudo. ¿Quién paró aquella noche? ¿Existió de verdad el 127 blanco o fue otro coche, otra matrícula, otro rostro que nadie retuvo? ¿Fueron víctimas de una caza oportunista o de un plan previo? Porque a veces, lo más aterrador no está en la oscuridad de los montes… sino en un gesto cotidiano —alzar el pulgar en el arcén— que, en un segundo, te saca del mundo.

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